jueves, 10 de diciembre de 2009

Enfermedades del alma

Todo empezó un frío día de diciembre. Sus tristes ojos ya vaticinaban el futuro de aquella cita, pero su fuerza de voluntad aun era fuerte frente a las adversidades.

Julia contaba diecisiete años, y su curriculum de conquistas, pese a no ser muy amplio, era lo suficientemente satisfactorio como para que cualquiera de sus amigas sintiese envidia de su facilidad con el otro sexo.

Sus ojos verdes, antaño alegres y atrevidos, mostraban un miedo y una incertidumbre que nunca antes habían enseñado. Juan, su último amigo, la había emplazado bajo el porche de su casa, en el centro de la ciudad, y el tono de este, no amparaba alegría ninguna. Un gélido "Tenemos que hablar" le dijo a Julia, que pronto todo habría terminado.

Tras tres largas horas de conversación y palabras vacías, Julia escuchó de Juan las palabras que provocarían su caida libre hacia el más negro abismo nunca antes conocido. Las palabras se le antojaron lentas, llenas de resignación, pero cargadas de una sinceridad insultante y abrumadora, que golpearon sobre el pecho de la muchacha con la fuerza de un autobús a toda velocidad.

- Ya no te quieres como antes. No puedo querer a una persona que ha dejado de quererse.

Los peros y las excusas no pudieron salir de la garganta de Julia, ya que no existían. En los últimos dos años su cuerpo había engordado cerca de veinte kilos, y su antigua figura de avispa, había dado paso a otra figura digna de posar sobre un pedestal de mármol, dispuesto a servir de ejemplo para una estatua de Botero, el escultor del sobrepeso.

La chica, destrozada por dentro, y con el amor hecho jirones, partió sin consuelo en busca del abrazo de su mejor amigo de siempre, un cojín azul que conservaba desde tiempo inmemorial. Lo abrazó con fuerza y descargó todos sus sollozos sobre él, sabiendo que éste nunca se quejaría, al igual que otras veces. Nunca lo había hecho, y esta no sería la excepción.

Lloró con todas sus fuerzas, con todas sus ganas, hasta que en vez de agua salina, sus ojos chorreaban sangre. El dolor la sumergió en un descanso prolongado, que su ahora enorme cuerpo agradeció mediante un agitado sueño. Su estómago, revuelto por el dolor, se le encogía como un globo colocado en la boquilla de un aspirador. Su pecho ardía de amargura y sufrimiento. El corazón le gritaba a causa del mismo, y le pedía por favor que intentase acabar con el daño que le estaba produciendo el recuerdo de aquellas palabras. Pronto olvidó las tres horas de conversación, y su mente guardó tan solo aquellas últimas palabras regaladas por la boca del que fue su joven enamorado.

Pasaron las horas mientras Julia, abrazada a su nuevo amante, sufría pesadillas en las que cientos de amigos y conocidos de su vida se agrupaban frente a ella formando dos filas, y la señalaban con el dedo mientras se reían a carcajadas. Ella bajaba la vista hasta su cuerpo, y se daba cuenta de que se encontraba desnuda. Sus carnes fofas caían a plomo sobre sus piernas, y sus pechos, antes tersos y firmes, ahora descansaban sobre la parte superior de su estómago, como si se tratasen de dos enormes trozos de carne colgados en el escaparate de una carnicería. Su vello púbico, negro y espeso bajaba como una cascada hacia sus piernas, llenas de bultos carnosos que caían por efecto de la gravedad. Echaba a correr por el centro de aquellos dos grupos, mientras aquellos que antes eran amigos, se reían y la llamaban gorda, oronda, y otros improperios difíciles de reproducir.

Sus propios gritos la despertaron de aquella pesadilla. Se levantó de la cama, mientras un frío helador recorrió su cuerpo. Estaba empapada en su propio sudor, y sus pezones, erectos por el cambio de temperatura, se mostraban a través del fino pijama como si quisieran atravesarlo.

Sintió la sequedad de su garganta y se fue hacia el baño. Mientras descargaba su vejiga no podía dejar de escuchar las risas de toda aquella gente que se hacían llamar amigos. Se levantó del inodoro, bebió un poco de agua de su vaso preferido, y se miró al espejo. Lo que le mostró no era lo que ella había esperado. Unas bolsas moradas se agolpaban debajo de sus lindos ojos verdes acompañando la tristeza del momento con una fea mueca de asco proveniente de su propio rostro.

Corriendo hacia su habitación, cerró la puerta y encendió la luz. Se desnudó por completo y se quedó parada frente al espejo del armario. Allí, lo que vió, acabó por convencerla. Juan tenía razón. Era una gorda fea y sudorosa. Sentía asco por lo que el espejo le mostraba. Unas náuseas vinieron a su boca y ella corrió hacia el baño de nuevo, intentando no descargar el contenido de su estómago sobre la almohada del pasillo. Se encerró en el aseo y arrodillada frente al inodoro, decidió que esa no sería la imagen que mostraría al mundo. Eso tenía que cambiar...

Y bien que cambió. Y mucho.

El cuerpo de Julia sintió una metamorfosis increible. A fuerza de voluntad comenzó a seguir un rígido régimen. Las calorías y el ejercicio se convirtieron en la mayor obsesión de la joven. Sus comidas diarias no pasaban de simples rebanadas de pan de molde integral, aderezadas con lonchas de pavo y galletas de arroz deshidratadas. La fruta y los cereales se convirtieron en sus aliadas frente a la guerra que le acababa de declarar a las grasas.

Enormes paseos por la playa, envuelta en film transparente del que su madre utilizaba para envolver los bocadillos, hacían que sudara más de la cuenta, provocando desmayos y arcadas en su cuerpo, pero ella, fuerte como un muro de acero, se sobreponía a ellos, y forzaba a su cuerpo a un esfuerzo mayor.

El cojín que antes era su mejor amigo, había dejado paso a su báscula de suelo, a la que todos los días hacía una visita cada vez que ingería algo de comida. Los ochenta kilos se convirtieron en setenta, y los setenta en sesenta. Pero lejos de encontrarse a gusto, Julia cada vez se pedía un poco más. Hacía falta más ejercicio. Menos comida. Más esfuerzo. Más dedicación. Había que visitar más veces la báscula, y si lo que ésta le ofrecía no le gustaba, se arreglaba a golpe de introducir sus dedos sobre su garganta.

Se miraba en el espejo, y frente a ella, una preciosa muchacha de caderas pronunciadas y pecho firme, le daba la bienvenida a la realidad. Sus verdes ojos le mostraban la imagen de una joven capaz de cualquier cosa gracias a la belleza que escondían las ropas que se ponía. Su busto, antes enorme y feo, había dado paso a una talla noventa y cinco preciosa, dura y firme que encantaría a cualquier muchacho apuesto. Sus piernas, ahora delgadas y redondeadas, serían la envidia de cualquier modelo de Armani, y su bello rostro, adornado por el verde de aquellos ojos infinitos, acompañaba la estampa gracias a aquellos carnosos labios rojos que había heredado de su madre.

Pero esto sería lo que vería una mente sana. Lástima que la de Julia no fuera una de esas. Sus mente tergiversaba la información que recibía de sus ojos, y le mostraba a la muchacha la adulterada imagen de alguien que no era ella. Su preciosa cara era la de una chica con unos carrillos enormes y rojos que escondían el carmesí de sus labios. Sus pechos, del tamaño de dos vasijas de vino, caían hasta el fondo de su vientre, redondo como la esfera de un reloj de pared. Sus brazos reconchos chocaban contra la carne de sus costados, y su pubis, un negro triángulo peludo, anunciaba a su mirada que lo que se encontraba debajo no eran unas estilizadas piernas, sino unas deformadas extremidades llenas de pliegues sudorosos que tenían la desgracia de soportar aquel asqueroso cuerpo grasiento.

"Todo lo que entra puede salir, quiera o no", rezaba el lema de una página de internet que comenzó a visitar con empeño. En ella aprendió el arte de esconder el violáceo de sus mejillas a la gente. Conoció los mejores métodos para que su cuerpo sudara cada vez más y mejor, y recibió de primera mano una clase magistral de cómo engañar a los que la rodeaban para que pensaran que comía con normalidad, a pesar de que no lo hacía.

En poco tiempo, los cincuenta kilos llamaron a la puerta de su habitación. Pero ella se miraba, y a pesar de que lo que se enfrentaba a su mirada era algo parecido a una chica con problem

3 comentarios:

  1. Un nudo en la garganta al leerlo,de bueno.Transmite como un golpe.Exquisito el tratamiento.Me quito el sombrero,que buenoooo!

    g.

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  2. Gracias hombre, gracias. Me descubro ante vos.
    No es muy normal que alguien comente (siempre son los colegas) pero tu comentario enardece mi ego.
    Intentaré seguir así, y espero que te gusten los demás.
    Un saludo.

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  3. Estremecedor el relato, me ha dejado la carne de gallina

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