lunes, 21 de diciembre de 2009

Desde el otro lado. Entrada III

Ha pasado una semana y la cosa no mejora. He recibido múltiples mensajes de distintos puntos del mapa español, todos comentándome el mismo suceso. Los poderosos han vuelto a bombardear las zonas insurgentes. España se ha convertido en un mar de gritos, llantos y sollozos.

Yo, tengo la suerte de estar en un lugar literalmente arrasado y vilipendiado, por lo que supongo que los que mandan los bombardeos han dejado de lado esta zona pensando que no hay supervivientes. Pues se equivocan.

Pontevedra, Oviedo, Barcelona, Teruel, Almería y Cáceres han sido de nuevo atacadas con gases y bombas, y Madrid y sus alrededores ha saltado por los aires por culpa de algo que nadie me ha sabido explicar. Un haz de luz de color verde, surcó el cielo y reventó literalmente la superficie de la ciudad. Aun estoy conmocionado por la noticia.

Para colmo, mis reservas de comida están descendiendo por culpa de este negro cielo que cubre casi toda la superficie de la Tierra. Toda la atmósfera está cubierta por una espesa capa de polvo, lo que dificulta que mis plantas crezcan de manera sana, además de que inutiliza mis paneles solares y no me permiten recoger la energía necesaria para llenar mis acumuladores.

Mientras trato de arreglar los desperfectos que los fuertes vientos provocan en mis huertos, tengo que mantenerme contínuamente alerta, por miedo a lo que me pueda asaltar mientras trabajo. Escuchar las historias de la gente me está volviendo paranoico.

Ayer, mientras preparaba el plan para asaltar una gasolinera BP cercana a mi edificio, estuve escuchando los mensajes que se enviaban dos supervivientes de Puertollano, Ciudad Real.

Uno de ellos se encontraba refugiado en una de las antiguas minas de carbón situadas a las afueras de la ciudad. El otro estaba atrapado dentro de su propia finca, rodeado de perros salvajes.

El segundo contaba como las manadas se habían vuelto cada vez más agresivas e inteligentes. Cada pocos minutos alguno de los miembros de la misma se acercaba a probar las defensas de la finca, en busca de alguna fisura por la que colarse y conseguir algo de comida. En la última incursión que realizaron, atacaron a su hija pequeña, que tenía sólo tres años.

Contó como la niña estaba jugando en el pequeño patio del que estaba provista la casa. Mientras él limpiaba su coche y ponía en orden todas las provisiones que tenía en su poder, la niña corría de aquí para allá entreteniéndose con todo lo que encontraba. El hombre relataba como la había avisado mil y una vez de que nunca se acercara a las barricadas de las fachadas, que eran peligrosas. Desde fuera parecía que el edificio se había venido abajo, pero nada más lejos de la realidad. EL hombre trabajaba para una empresa de demoliciones, y se las había apañado para formar una barricada casi natural, que simulaba un derrumbamiento y alejaba a los indeseables de su puerta por miedo a que se viniera todo abajo.

Pero la chiquilla no conocía ni el miedo ni el peligro, y jugaba ajena a lo que pasaba fuera de la seguridad de su hogar. Sabía que tras aquel montón de escombros estaba todo lo malo con lo que soñaba por las noches. Sabía que allí era donde vivían los monstruos que aullaban por las noches y la obligaban a dormir con su papá por miedo a que entraran y la comieran mientras dormía. Pero la curiosidad en los niños y en los gatos a veces es peligrosa, y en otras ocasiones, mortal.

Mientras jugaba con una mariposa que no paraba de revolotear por el patio, la niña saltaba y corría por todos los lados, asustando a las gallinas que no dejaban de huir asustadas por los brincos de esta. Su padre, absorto con el acicalamiento del motor del coche, escuchaba sin levantar la cabeza el cloquear aterrorizado de las gallinas, señal inequívoca de que la niña estaba haciendo alguna de las suyas.

Su mujer había muerto hacía unos meses en el primer ataque a la zona con bombas de racimo. Se encontraba con él recogiendo semillas de hortalizas en un supermercado abandonado en el centro del pueblo cuando uno de los proyectiles cayó a pocos metros del centro comercial. Los escombros la sepultaron a ella y a una de sus hermanas. El hombre estaba situado algo alejado del pasillo donde estaba su mujer, y salió ileso del ataque. Intentó sacarla de entre los cascotes de cemento y los hierros oxidados de la estructura, pero sus intentos fueron infructuosos. La cabeza de su mujer se había convertido en una espesa pulpa carmesí bajo un enorme trozo de escombro desprendido del tejado. Desde entonces se había jurado vivir solo para proteger a su chiquilla.

Pero su despiste con el vehículo lo pagaría caro por causas que él mismo aun no puede explicarse. Le contaba a su interlocutor cómo su hija, persiguiendo a la mariposa, dejó de prestar atención a sus sentidos. Las gallinas ya no estaban a su alrededor revoloteando asustadas. Solo estaba acompañada por el mudo sonido del batir de las alas de la mariposa, que se posaba en un sitio y otro, escapando de las regordetas manos de la muchacha.

Cuando su padre escuchó el grito de su hija, todo lo que le rodeaba se volvió negro. En su carrera hacia el origen del sonido pateó varios cuerpos rollizos voladores, y tiró varias tinajas de agua al suelo, pero de todo esto sólo fue consciente más tarde, cuando el cuerpo inerte de su hija yacía sobre sus brazos, completamente ensangrentado. Estaba hecho un guiñapo, y descansaba sobre el pecho de su padre en una extraña postura digna de un cuadro de Dalí. Le faltaban parte de una mejilla y todo el lado derecho de la cara, además de uno de los brazos y media pierna, sin contar con los trozos de carne que ya no estaban en los sitios en que debían estar.

El padre relataba como tuvo que enterrar a su hija en el patio donde la vio correr tantas veces, con sus propias manos como penitencia a su grave error. Sus palmas estaban llenas de sangre mezclada con la tierra de su refugio y ahora tumba de su única conexión con el actual mundo.

Explicó que su hija se había puesto a perseguir a la mariposa por todo el patio, hasta que sin darse cuenta se acercó a la barricada. No sabe realmente qué pudo pasar, pero sospechaba que en una de las zonas más bajas de los escombros, la mariposa se había debido de meter, y la niña la siguió sin importarla hacia dónde iba. Escurrió su pequeño cuerpo por entre los hierros y las maderas hasta que llegó a alguna bolsa de aire bajo los escombros.

Los perros debían de haberla olido, y la esperaban mientras sus fauces se llenaban de espuma imaginando el festín que podían darse a espaldas del crimen que iban a cometer. Hasta que todo sucedió. La niña debió de sacar su manita por uno de los huecos para alcanzar al bello insecto, y se acabó. Los perros se hicieron con su cuerpo, y acabaron con la vida de la pequeña.

No sé nada más de la historia ya que el superviviente de la mina de carbón, contó que hacía días que no se comunicaba con el padre desconsolado, y temía por que hubiera cometido alguna estupidez, pero en el fondo lo comprendo. Tu propia hija, tu único vínculo con este asco de vida. Tu bálsamo contra la herida de esta sociedad que está desangrando su propio modo de vida. Ese ancla, muerto por tu involuntaria culpa, pero irremediablemente culpable de la misma.

No tengo ganas de hablar más. Saludos desde el otro lado.

2 comentarios:

  1. Ah, es una historia triste la de la niña. Pienso que sí, que eso debe ser la cosa más triste que pueda pasarle a un ser mortal: ser testigo de la muerte de un hijo.

    A mi una de las cosas más tristes que he sufrido ha sido la muerte por accidente de una perrita que tenía. De eso me costó mucho superarlo, y aún me entristece mucho.

    En cambio cuando mi abuela murió, también llore algun día, pero no se me hizo tan difícil. Ya tenía edad y años, lo ves natural.
    De alguna manera como que crecemos sabiendo que de mayores ellos no estaran.

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  2. uy uy, cuantas faltas de sintaxis he cometido. Es que toy de escaqueo no me inquises el alma.
    (Inquises estaría bien dixo?)

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