martes, 30 de noviembre de 2010

La forja de una leyenda. Parte II



Quien se lo iba a decir. Acababa de encontrar al artífice de uno de los mapas mas famosos de la historia de la navegación, una joya imposible, y él, Don Tomás Careño, acababa de dejarlo todo anotado en unas cuantas hojas de papel. Triunfante, se sentó en el pequeño escritorio bajo la minúscula y redondeada ventana del habitáculo; Encendió una vela, y, bajo la naranja penumbra, se preparó un vaso de ron tibio para festejar su afortunado hallazgo. Mientras daba término a la copa de peltre, abrió una pequeña cajita de madera, y sacó una bonita pipa tallada de madera blanquecina, que llenó con un tabaco aromático procedente de uno de sus viajes al oriente.

Pasó horas allí sentado, observando el humo de su pipa, y degustando en su paladar los matices de ese sabor extraño, casi frutal, que desprendía esa hierba ancestral. Ya al amanecer, el apaleado despertó, sintiendo todos los huesos de su cuerpo doloridos y preguntándose cual habría sido su destino para acabar en aquel sucio y lobregoso sótano. Al ver allí sentado a Tomás, al principio sintió miedo, mirándole fijamente a los ojos, como escrutándole.

Al cabo de un rato, y tras una pequeña conversación sobre lo sucedido el día anterior, el dolorido cerebro de aquel hombre comprendió y recordó todo lo sucedido en el muelle. Pasó allí el día, acompañando a Tomás en la comida, y conversando animadamente sobre temas de navegación, y por supuesto, omitiendo ambos el tema del pequeño manuscrito desprendido de los pantalones del invitado. Al día siguiente partió de allí, no del todo recuperado pero si muy agradecido. Como pago al servicio altruista prestado, le obsequió con treinta monedas de plata, una auténtica fortuna en esa época, de la que se sintió muy agradecido el improvisado enfermero.

Con todo su plan más que comenzado, tan sólo le quedaba conseguir dos cosas, y la primera era encontrar al hombre que le llevaría a unirse con la gloria y con el destino. Tardó casi siete meses en encontrar a su objetivo, y tras una breve conversación con su daga, el dueño del destino de Tomás, exhalaba su último aliento frente a las costas de Cartagena, rumbo a la deriva y dentro de un barril lleno de rocas. Todo estaba hecho, en orden, y maquiavélicamente colocado.

Tras un breve viaje a Portugal, y despues de visitar la corte y a sus monarcas, partió de allí, dejando atrás a los reyes de ese país con el pensamiento en la cabeza de la poca vergüenza y la extrema osadía de aquel que atravesaba en ese momento las puertas de la sala, que lo hacía con una sonrisa altiva en el semblante.

Con el ánimo exaltado, y con su espíritu lleno de júbilo, tiempo después atravesaba las praderas castellanas en busca de otros monarcas, esta vez los españoles, y más concretamente a la temible Reina Isabel la Católica su marido, Fernando el Católico. Se reunió con ella varias veces, y de esas conversaciones nada se supo, ni tan siquiera las palabras que lograron convencer a la reina para partir en busca del futuro, con la ayuda de tres carabelas, La Pinta, La Niña y La Santa María.

Todo esto, contado de boca de Tomás, parecía que había ocurrido ayer mismo, pero realmente habían pasado meses desde que partieron desde el Puerto de Palos. Y ahora, allí estaba él, tranquilo, altanero, seguro de sí mismo, y con la mirada al frente escrutando el cielo, hasta que la tranquila expedición se vió alterada por una voz en las alturas, desgarradora, eufórica:

- ¡¡Tierra mi Capitán!! ¡¡Tierra a la vista¡¡



Por fin lo había conseguido. Había escrito un nuevo capítulo en la Historia del mundo.

Y la Historia diría que Cristóbal Colón, un hombre que según unos había nacido en Génova, y según otros en Sevilla, había tocado tierra en el continente americano, en las Indias, en el Nuevo Mundo, el día 12 de Octubre de 1492, y todo ello, para el grandioso Reino de Castilla y Aragón.

Pero, lo que nadie sabría, y no se anotaría en ningún sitio, es que el verdadero Cristóbal Colón, era pasto de los peces frente a las costas Cartaginesas, y que, gracias a un marino apaleado llamado Piri Reis, Don Tomás Careño, nacido en Móstoles en el año 2125, se había valido de un viaje en el tiempo para crear a su antojo el curso de la historia, y dejarla escrita para siempre en los anales del Tiempo.

lunes, 29 de noviembre de 2010

La forja de una leyenda. Parte I

El barco zozobraba con un crujir que hacía recordar al sonido de los puentes de madera siendo pisados por unas fuertes botas. El viento soplaba del este, tibio y con un olor a sal que embriagaba las fosas nasales de toda la tripulación. El sol caía a plomo con justicia, pero gracias a la velocidad de la nave y a la brisa que soplaba a varios metros de altura sobre el mar, se creaba en la cubierta una sensación de frescor, bajando consiberablemente la temperatura real del barco.



Faltaba poco para llegar, él lo sabía. No era un pálpito, ni tan siquiera una apuesta personal o un acto de fe. Simplemente,él lo sabía. Tomás Careño lo sabía, mientras desplegaba su grueso y oscurecido mapa y le echaba un último vistazo, comprobando meticulosamente las mediciones allí anotadas por él mismo.

Le había costado mucho tiempo y mucho dinero. Mucho más de lo que nadie podría imaginar. Durante muchos años, se especuló sobre cual habría sido el motivo que le permitió llegar a su destino con tanta determinación y rapidez. Qué secretos albergaba en su poder para arriesgarse en tan peligroso viaje, poniendo en duda su propia reputación, y provocando que la sociedad del momento le calificara de lunático. Pero eso le daba igual. Él sabía que su destino estaba allí y lo sabía con prodigiosa seguridad.

Había recorrido de este a oeste el viejo continente. Había andado por el norte de Europa, frío como la nieve de los fiordos noruegos. Había caminado junto a una caravana de especias hasta la mismísimas indias. Había visitado a los grandes marinos italianos, buscando el legado del mismísimo Marco Polo. Estudió concienzudamente los mapas de los navegantes portugueses, y recibió clases de orientación nocturna de manos de un poblado druida asentado en los bosques franceses.

Estaba convencido de que con constancia, encontraría la señal que le permitiría por fin empezar su objetivo en este mundo, pero cada vez le quedaba menos tiempo, y la fecha de partida se le acercaba peligrosamente. Fue cuando pasó todo. Un día el destino llamó a su puerta, y Tomás, la abrió de par en par.

Era una noche de tormenta, calurosa, en la que ocupaba la bodega de un barco, y que había convertido en un camarote improvisado. Estaba tumbado recogiendo notas y memorizando las estrellas del firmamento de unos viejos manuscritos sustraidos de la colección personal de un marino flamenco, cuando unos gritos en el exterior provocaron su curiosidad y su salida a la cubierta.

En el muelle había un hombre tirado encima de un charco de barro, y estaba recibiendo la paliza mas horrible que Tomás hubiera visto nunca. Vestía humildemente, pero ciertos detalles de su indumentaria revelaban que aquel que yacía tirado en el suelo era de origen noble, y precisamente eso mismo habían advertido los tres rateros que pateaban sus riñones con perseverancia.



Con la angustia en la garganta, miró en derredor y con su mano derecha, se aferró a lo primero que fué capaz de palpar con la palma de su mano, que resultó ser la tapa de madera de un barril situado en la proa del barco. Corió hacia los tres salvajes maldiciendo a gritos, y moviendo bruscamente los brazos, con la tapa de madera en su mano derecha a modo de espada caballeresca. Los tres tipos al ver semejante prueba de fiereza, salieron al galope, dejando al pobre desdichado sin sentido en el suelo. Tomás se acercó a él, y con su cuerpo inundado de frenética adrenalina, levantó al hombre por sus axilas, y, como pudo, lo llevó a su camarote escaleras abajo.

Después del esfuerzo sobrehumano realizado, tumbó al tipo en el camastro, le quitó las botas de sus pies, y le despojó de sus chorreantes ropajes, que dejó allí tirados en el suelo. Abrió el baul, y sacó unas ropas que en un rato le servirían al apaleado para al menos refugiarse del frío por esa noche.

Tomás le limpió las heridas, le curó los golpes y lavó sus ropajes en la cubierta, dejándolos tendidos entre las sogas del velamen. Fue entonces cuando lo oyó. Era el destino el que estaba aporreando las puertas de su futuro y se había materializado en forma de simple cuadernillo. Era del tamaño de una libreta de apuntes de un chiquillo y con las tapas de color ámbar, gastadas por el uso. Se inclinó a cogerlo, y al mismo tiempo que se apoyaba en la barandilla de la popa, empezó a pasar las hojas, primero muy despacio, pero a medida que pasaban los segundos, la velocidad de su acto comenzó a ser frenética y su cara empezó a tornarse de júbilo.

Bajó corriendo a la bodega, y tras cerciorarse de la inconsciencia del enfermo, cogió pluma y papel, y, como un poseido, comenzó a copiar letra por letra las anotaciones y dibujos del pequeño manuscrito. Referencias, cabos, golfos, rocas, edificios... hasta la fauna y flora de la zona, estaba descrita en aquel valioso documento.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Enterramiento Oscuro. Parte II

Bajo la preciosa bóveda pintada de color azul y ante los escrutadores ojos de su Señor y su Señora, los tres operarios se afanaban en cumplir a rajatabla las estrictas normas de su profesión.

Con ayuda de una polea, empezaron a bajar el ataúd al foso. Éste pesaba casi cuatro quintales en vacío, y con el cadáver de la princesa en su interior sobrepasaba los cinco con mucho. Mientras arriba, Andreu y José mantenían tensada la cuerda con el féretro en vilo, Juan, sujetándolo con mucho cuidado, lo orientaba hacia el suelo con la delicadeza de un mecánico de relojes. Cuando éste por fin estuvo posado en el piso de tierra húmeda, el anciano les pidió que lo alzaran un poco para poder situarlo en la posición correcta, con la cabeza de la fallecida hacia el Norte y sus pies hacia el Sur.

Al acabar esta acción, José le señaló al chico la zona del confesionario, bajo el ábside principal, y éste inmediatamente entendió los ademanes de su compañero. Se encaminó hacia el fondo del templo, subió un cajón de madera sobre la carretilla y empujándola, acercó su contenido al borde del foso. Después, ató la cuerda de la polea a la caja que contenía las herramientas y con mucho cuidado de no acertar a su maestro en la cabeza, la hizo descender con delicadeza.

Terminada la parte de la recogida de la cuerda y la polea, Juan subió y ayudó a Andreu y a José a colocar las cinchas para la sujeción y el posado de la losa sobre la plataforma de madera. Ésta estaba provista de ruedas para facilitar el traslado del enorme peso, y en cada una de las esquinas había una hondilla hecha con cuerda trenzada que permitiría a los dos jóvenes sujetarla en alto mientras procedían a la colocación de la piedra en la tabla. Una hora completa les llevó realizar este trabajo a los dos aprendices, tiempo que el maestro empleó para dar forma al estrecho tocón de madera que Andreu le había acercado. Tras comprobar que su aspecto era el correcto, abrió el ataúd e inspeccionó su interior. Se persignó tres veces y se sentó en el suelo de tierra, esperando a que sus pupilos llegaran para seguir con el procedimiento.

Pronto llegaron los dos chicos y comenzaron a echar al fondo del foso las rocas que habían transportado desde el jardín. Un aroma dulzón atravesó la puerta de la catedral, impregnándolo todo de un olor a violetas muy característico en estos trabajos, símbolo de que el mal estaba al acecho observando el proceder de aquellos tres minúsculos mortales.

Una vez todas las rocas se encontraron en el interior del agujero, Juan miró seriamente a Andreu, y sin proferir palabra realizó un gesto de asentimiento con la cabeza que el chico no tardó en interpretar. Alejándose de la zona de trabajo, cerró las puertas de la catedral, que acompañaron al sonido del viento con el chirriar de las bisagras, oxidadas por el paso del tiempo. Cuando las dos enormes piezas de madera se juntaron, Andreu cerró los goznes de hierro forjado, y se arrodilló en el suelo frente a la puerta con la vista en dirección a la imagen de Jesucristo crucificado. Sus brazos, abiertos hacia los lados como los del Señor, mandaban una súplica. Él les protegería de lo que iban a hacer a continuación. A partir de este momento, nadie entraría en la catedral hasta el día siguiente, al amanecer.

-¿Estáis preparados? –Preguntó el anciano mirándolos a los dos a la cara y con expresión sombría tras esperar la llegada de ambos. Los dos asintieron con la cabeza sin titubear. –Si es así, procedamos.

Juan levantó la tapa de su cajón lleno de herramientas y sacó de su interior una enorme cuchilla metálica pulida. Tenía forma de cruz, y los bordes inferiores estaban afilados como los de una guillotina. La dejó dentro del ataúd, cerca de la roja cabellera de la princesa y siguió sacando objetos del arcón. El rosario, el trozo de madera al que había dado forma anteriormente y una enorme maza del mismo material fueron apareciendo de su interior y aposentados sobre el cuerpo de la joven fallecida.

Andreu, nervioso y casi en éxtasis, cogió una de las grandes rocas y la estrelló contra la espinilla izquierda del cadáver, escuchando el chasquido de los huesos astillados de la princesa. Sin dejar pasar ni un segundo, cogió otra de las piedras y la estampó sobre la otra pierna. A la vez que el chico colocaba los bloques sobre los tobillos de la doncella, José hacía lo mismo contra sus brazos y sus caderas, asegurándose de vez en cuando de su perfecto posicionamiento mediante unos golpecitos con la palma de la mano en la superficie de la roca. Todo iba a la perfección, y ya eran casi las siete de la tarde.

Andreu cogió el rosario plateado que su maestro había estado puliendo en la mañana, y lo acercó a las manos de la princesa. Con ellas levantadas, empezó a darle vueltas alrededor de las estrechas muñecas, haciendo fuerza a cada una de ellas para asegurarse de que el nudo no se soltaría jamás. La frialdad de la piel de la joven estremecía el alma de Andreu, provocando millones de estímulos extraños en su mente.

Terminado el atado, asintió, sabiendo que su parte estaba terminada. Acercó a José la piedra más pequeña que habían traído y se apartó un poco de la zona de trabajo. Éste, con mucho cuidado, abrió la boca de la joven y haciendo fuerza con las manos empujó hacia abajo su mentón. Sus blancos dientes como perlas aparecieron por entre aquel abismo negro del que escapaba un aroma agrio a putrefacción. Intentando olvidarse de esos signos, introdujo la piedra en la boca del cadáver y la asentó contra los dientes con un sonoro golpe de la maza. Un crujir sordo heló la sangre de Andreu.

A todo este trabajo acompañaba la figura de Juan, que movía su cuerpo con una efectividad tal que al chico le parecía que el anciano levitaba y sus pies no tocaban el suelo que estaba pisando. Supervisaba las acciones de José asintiendo de vez en cuando, y acercando en ocasiones sus manos para modificar la posición de alguna de las rocas.

Acabada la fase de las rocas medianas, el maestro cogió la pieza de madera tallada y la levantó hacia la bóveda azul, como ofreciéndosela al cielo, al Señor Todopoderoso. Miró a sus pupilos, y éstos asintieron. Mientras, José cogió la cuchilla con forma de cruz y se arrimó al borde del ataúd.

Sin dudar ni un segundo, Juan dejó caer la estaca de madera y con un sonido húmedo atravesó el pecho de la dama. De repente, la cetrina piel del cadáver se volvió gris, y las venas cercanas a la superficie se dejaron ver a través de la carne de su dueña. Cambiaron a un tono azulado, para de inmediato transformarse en un violeta fuerte y enfermizo. Ésta levantó la cabeza con vigor, y chilló con toda la rabia de su malévola naturaleza, despertando en Andreu un miedo primigenio.

Juan, sin inmutarse, golpeó tres veces mas contra el pecho del cadáver con toda la fuerza de su alma. El cuerpo antes muerto de la princesa, intentaba patalear, deshacerse del peso de las rocas, pero no lo conseguía. Sus manos se abrían y se cerraban como garras de águila, y a cada estertor su piel cambiaba de color a causa de las numerosas venas visibles a través de aquella piel casi transparente.

Al cabo de unos segundos infernales y eternos, la doncella dejó de patalear, y tan solo un gruñido comenzó a escaparse de su garganta, como un gorgoteo. Juan, seguido de Andreu, se acercó a la última roca que coronaba la estancia y con ayuda del joven pupilo la colocaron sobre la estaca, que atravesaba por completo el corazón de la bestia hasta tocar con la punta el fondo satinado del féretro.

Mientras todo esto ocurría, la princesa no paraba de gruñir, y aquel gutural sonido salido de su garganta reverberaba por toda la catedral acrecentando en Andreu esa sensación de malignidad que le acechaba desde la mañana. Miraba a su antigua señora con un miedo innatural, mientras ésta movía sus ojos verdes de pesadilla hacia todos los lados y sus cabellos rojos y peinados se iban oscureciendo cada vez más.

Juan, cargado con la experiencia del que hace un trabajo todos los días, pidió a José la cuchilla con forma de cruz y la posó contra la garganta del demonio encarnado en la joven muerta. Llamó a Andreu y éste se acercó al cadáver con la maza en la mano. Un leve temblor se había apoderado de su muñeca.

-Acábalo. –Susurró su maestro.

Su semblante se estremeció. Una rigidez confusa se apoderó de sus sentidos cuando notó cómo aquellos ojos verdes se clavaban en los suyos suplicándole perdón.

- No lo hagas. - Le decía una voz femenina en su mente. - Yo te llenaré de amor, de poder, de sensaciones que jamás podrás experimentar en tu vida mortal. Te colmaré de caricias, de besos y de toda la lujuria que aun no has sido capaz de paladear. Porque ¿Aún no has retozado con una dama en su lecho, verdad Andreu? - Su voz le tenía hipnotizado, perplejo. Le obligaba a mirarla fíjamente a los ojos. Unos ojos cargados de verdad, de buenas intenciones...

Provisto de una energía que no sabía que poseía, levantó sobre su cabeza la pesada maza y la dejó caer, otorgándole a ese movimiento toda la furia que había estado acumulando durante las últimas horas. A pesar del miedo que tenía a fallar el golpe, aumentado por el escalofriante sonido que salía de la garganta de la muerta, acertó en el centro de la cruz y su filo atravesó el cuello de la joven, quedándose clavada en la madera del fondo.

Un líquido negro como la brea y maloliente como las aguas de un pantano, empezó a manar de la herida de la doncella. Brotaba de su cuello como si este fuera un manantial, inundándolo todo de aquel aroma infernal. Tras el golpe, el silencio volvió a reinar en el templo y todo lo que siguió a continuación fue acompañado de la quietud y la paz en la divina estancia.

Después de sacar del agujero todas las herramientas, Andreu bajó al foso y colocó la cabeza de la princesa en sus propios pies, entre dos de las piedras de los tobillos. Cerró la tapa y dejó la herramienta con forma de cruz sobre el ataúd.

Tardaron dos horas más en cubrir todo con la tierra extraida del cementerio del exterior, y una vez llena la tumba, colocaron la losa de piedra y la sellaron con el mortero sobrante de la mañana, aun húmedo gracias a la fresca temperatura del sagrado recinto.
La piedra no rezaba ninguna inscripción. Era una tumba muda, anónima.

Al amanecer del nuevo día, el pueblo seguía como antes, imperturbable e ignorante de lo acontecido en su propio templo, despidiéndose de tres figuras humanas y una mula que se alejaban de la capital, dejando atrás una princesa muerta y enterrada bajo suelo sagrado.

Cuando el sol apareció en el horizonte, una princesa de cabellos rojos como el fuego y ojos verdes como la espesura del bosque, sólo veía oscuridad en su lecho y la convicción de que el tiempo sería eterno para ella.

Basado en hechos reales.

Enterramiento Oscuro- Parte 1

Las puertas de la catedral se encontraban abiertas de par en par y la luz del día se filtraba por entre los cristales de las vidrieras, dando al ambiente un alegre color artificial que ayudaba de manera sobrenatural a la tarea de los tres hombres allí atareados. Juan, José y Andreu trabajaban a destajo. Sus cuerpos no paraban de sudar por culpa de la época en la que había muerto la princesa. Era pleno verano, y las campanas de la catedral acababan de tocar las doce.

Tras hacer un hoyo en el suelo y echar toda la tierra en su carretilla de madera, José llevó el último viaje hacia la catedral con ésta llena de tierra y huesos de antiguos cuerpos enterrados. Lo que estaban haciendo, no pasaría de ser visto como un pecado sublime a ojos de los parroquianos. Desenterrar restos de niños y ancianos no aparecía en ninguno de los libros con los que ellos mismos habían sido educados.

Andreu, el más joven de la cuadrilla, se encontraba bajo la imagen de una Virgen que sujetaba en brazos a un recién nacido Jesucristo, envuelto por una fina mantilla de color azul. Su cometido era el de terminar de forrar las paredes de la fosa con un sólido muro de ladrillos de arcilla cocida. Llevaba ya tres cuartas partes cuando apareció sobre él la anciana figura de Juan, el más veterano de los tres y supervisor de tan extraño trabajo.

- ¿Cómo lo llevas Andreu? - Preguntó, acuclillándose sobre el borde del agujero y mirando a su aprendiz desde arriba.

- Como puedo maestro, como puedo. Este calor me está matando, y no quiero ni hablarle de mis nervios. Sigo diciendo que este trabajo no me gusta. Si me da miedo tratar con ciertos vivos, no le quiero ni mencionar con los muertos.

Mientras hablaba, Andreu se frotaba con su mano derecha la frente, intentando infructuosamente limpiarse el sudor que caía en sus ojos y consiguiendo en su lugar manchar de barro sus pobladas cejas negras.

- ¿Cuántas veces te tengo que decir… - Comenzó a decir Juan, pero sin terminar la frase por culpa de la grave voz de José, que llegaba con el carro lleno de tierra, empujándolo hasta el borde del agujero.

- … que los que tienen que preocuparte son los vivos, ya que los muertos son inofensivos. – Replicó con una sonrisa en la boca. – Por eso están muertos, ¿No? Pero esta muerta tiene trampa maestro. Entienda al chico, aún es muy joven.

Juan miraba a su primer discípulo con orgullo. Le gustaba su manera de ser, ya que aunque decidido en su trabajo, también era previsor para todo lo que hacía, evitando así cualquier cabo suelto.

- Bueno, bueno… Démonos prisa que se nos echa encima la noche y aun nos queda traer la losa de piedra hasta aquí. – La mano de Juan señalaba hacia afuera, a una gran tapa rectangular de roca gris que se encontraba apoyada sobre la pared en la entrada de la catedral, junto a las dos gigantescas puertas que daban la bienvenida al recinto sagrado.

Pasaron las horas, y el joven aprendiz terminó el trabajo que le habían encomendado. Salió del foso por la escalera de madera que había colocada sobre el borde del agujero y apoyó su mano derecha sobre una las baldosas de mármol blanco que formaban el precioso diseño con forma de tablero de ajedrez que constituía el piso del templo. Le temblaban los músculos de los brazos debido al esfuerzo, y le dolían las manos al intentar cerrarlas. Pero el trabajo merecería la pena. Toda aquella diligencia daría su fruto esa misma noche y serían recompensados con la gloria divina del Señor.

-¡Andreu! – Gritó Juan desde el lado más alejado del templo. –Si has terminado no te quedes ahí parado. Ven aquí y ayúdame con esto. – Juan, mientras hablaba, dejó de mirar al chico para seguir con la tarea que estaba realizando. Mientras con una mano sujetaba un rosario, con la otra embutida en un paño sacaba brillo al plateado metal del que estaba hecho el collar sagrado.

Andreu, presuroso, llegó en segundos al lugar que le señalaba su maestro y se apoyó con las manos bajo la barbilla observando los movimientos diestros de las manos del anciano. La delicadeza con la que trataba las esféricas piezas del rosario, mostraba la devoción y la rectitud con la que se entregaba su tutor con todo trabajo en el que se embarcaba.

-Maestro, -Comenzó el chico, buscando cada una de las palabras para no ofender al viejo. -¿De verdad necesita mi ayuda para sacarle brillo a ese rosario de plata? Creo que debería emplearme para trabajos más duros. No creo que su espalda aguante los esfuerzos como cuando era joven.

Sin dejar de trabajar en el pulimento del rosario, Juan volvió a humedecer con aceite el paño de algodón y siguió frotando con fuerza la cruz del final del objeto. Una sonrisa llenó su arrugado rostro.

-No te preocupes, Andreu. Para mi novicio preferido tengo otro pequeño encargo. Levanta la tela de donde estás apoyado, y con cuidado, lleva lo que tienes debajo de los codos al borde del nicho. Después llama a José, que creo que está en el cobertizo, cerca de los rosales, y dile que ya has terminado con tu parte.

Con cuidado, el chico sujetó la tela con su mano más limpia y tiró de ella, intentando apartar la cara de lo sabía que iba a aparecer tras el tejido de color granate. La tela se escurrió de la superficie de madera como si hubiera sido impregnada con aceite. Bajo la cruz bordada en hilo de oro, había un enorme ataúd barnizado en un color tan oscuro como la miel de las abejas. Aun se podían ver los pelos de la pequeña brocha con la que había sido extendida la capa protectora. Una pequeña ventana de la caja fúnebre mostraba la imagen de la princesa, muerta la noche anterior. Su rostro cetrino contrastaba con el verde profundo de sus ojos, que se encontraban abiertos y provocaban en Andreu súbitos escalofríos.

Pese a haber visto la muerte igual de cerca en muchas ocasiones, esta vez era diferente. La carne de aquel cadáver, aún después de haber perdido todo rastro de vitalidad posible, seguía aparentando la viveza con la que días antes se paseaba su dueña por los jardines de su palacete. Su piel estaba tensa, lisa, y las pocas arrugas que presentaba en vida alrededor de los ojos habían desaparecido de su sitio, dando a sus facciones un aspecto mas afilado y sinuoso. Los ojos eran lo peor del rostro. Aun seguían verdes, vidriosos, con un blanco limpísimo y puro, casi sobrenatural, y su gran pupila negra como el azabache mostraba una profundidad capaz de rivalizar con la del pozo más hondo del tercer círculo infernal de Dante.

Intentando no mirar aquella faz, Andreu comenzó a empujar el ataud ayudado de las ruedas de madera que se encontraban bajo la mole de pino lacada. Con el rabillo del ojo atisbaba levemente el subir y bajar de los tirabuzones rojos del cabello de la princesa.

Al llegar al borde de su agujero, dejó allí su carga y se encaminó hacia la puerta del templo en busca de José.

-¡Y no os olvidéis de las rocas! –Chilló Juan desde el final de la catedral, de nuevo sin levantar la vista de su trabajo.

José, como bien había dicho el maestro, se encontraba dentro del cobertizo del jardín, atareado con una rueda de afilador a la que daba vueltas con ayuda de su pie derecho. Mientras acercaba el filo de un pequeño cuchillo al borde de la piedra, de vez en cuando lo mojaba con un poco de agua que tenía dentro de un oxidado recipiente de latón.

- José, - Dijo Andreu al atravesar el quicio de la puerta del cobertizo - el maestro quiere que nos ocupemos ya de las piedras.

- Vale, ya he terminado con esto. Vamos para allá. - Contestó José mientras guardaba el cuchillo en la funda que colgaba de su cinturón.

Sin esperar a su compañero, el chico se dio la vuelta y cogió la primera piedra blanca. Pesaba alrededor de arroba y media, y era del tamaño de una calabaza mediana, por lo que no sin esfuerzo, comenzó a desandar el camino que le había traído hasta el cobertizo. José, siguiendo su estela, cogió una roca algo más grande y se encaminó hacia la entrada de la catedral.

Tras varios viajes más, los dos jóvenes se sentaron cerca del pozo del jardín con las manos en los riñones y con la respiración acelerada debido al esfuerzo realizado. Andreu no había podido aguantar el calor, y se había quitado la sucia camisa que llevaba puesta, dejando al descubierto los pequeños músculos que estaban comenzando a marcársele en su joven cuerpo. El sudor acumulado en los bordes de cada uno de ellos reflejaba el sol, y parecía que un aura de pureza le envolvía de manera divina, solamente manchada por los pequeños arañazos que le había propinado la carga de las piedras sobre su abdomen.

Por detrás de un seto con forma de corazón, asomó la cabeza Juan, con una jarra de agua fresca en la mano y tres vasos de arcilla en la otra. En una bolsa de tela que llevaba atada a una de sus muñecas, asomaba una hogaza de pan y un trozo de queso.

- Venga, paremos un rato y almorcemos. –Dijo el maestre sentándose en el suelo mientras apoyaba la espalda en la fría roca del pozo. –Creo que hasta el Señor entenderá nuestra parada. Vamos Andreu, -Señaló al chico con la mitad del pan en la mano. – sírvete tú primero, que te hará más falta que a José. No tienes a una bella moza esperando en casa con la que poder gastar las energías tras un día de arduo trabajo…

Las carcajadas de José ruborizaron a Andreu por un momento, que con una sonrisa reprimida cogió la hogaza de pan, comenzó a cortar un generoso trozo de queso que a continuación ofreció a su maestro y a su compañero José y hasta que estos no se hubieron metido en la boca el primer bocado, él no empezó a devorar los manjares. Otro gesto le habría parecido descortés por su parte.

Pasaron veinte minutos, muchas risas y un pequeño pellejo de piel lleno de vino dulce con clavo, hasta que los tres profesionales comenzaron de nuevo a trabajar. Eran casi las cuatro de la tarde, y Andreu sabía que el trabajo que iban a realizar necesitaba del más profundo silencio y la mayor profesionalidad posible. A ojos de muchos aldeanos, lo que estaban a punto de hacer no era más que un acto de superchería, pero él sabía que no estaban del todo locos haciendo lo que hacían.