lunes, 29 de noviembre de 2010

La forja de una leyenda. Parte I

El barco zozobraba con un crujir que hacía recordar al sonido de los puentes de madera siendo pisados por unas fuertes botas. El viento soplaba del este, tibio y con un olor a sal que embriagaba las fosas nasales de toda la tripulación. El sol caía a plomo con justicia, pero gracias a la velocidad de la nave y a la brisa que soplaba a varios metros de altura sobre el mar, se creaba en la cubierta una sensación de frescor, bajando consiberablemente la temperatura real del barco.



Faltaba poco para llegar, él lo sabía. No era un pálpito, ni tan siquiera una apuesta personal o un acto de fe. Simplemente,él lo sabía. Tomás Careño lo sabía, mientras desplegaba su grueso y oscurecido mapa y le echaba un último vistazo, comprobando meticulosamente las mediciones allí anotadas por él mismo.

Le había costado mucho tiempo y mucho dinero. Mucho más de lo que nadie podría imaginar. Durante muchos años, se especuló sobre cual habría sido el motivo que le permitió llegar a su destino con tanta determinación y rapidez. Qué secretos albergaba en su poder para arriesgarse en tan peligroso viaje, poniendo en duda su propia reputación, y provocando que la sociedad del momento le calificara de lunático. Pero eso le daba igual. Él sabía que su destino estaba allí y lo sabía con prodigiosa seguridad.

Había recorrido de este a oeste el viejo continente. Había andado por el norte de Europa, frío como la nieve de los fiordos noruegos. Había caminado junto a una caravana de especias hasta la mismísimas indias. Había visitado a los grandes marinos italianos, buscando el legado del mismísimo Marco Polo. Estudió concienzudamente los mapas de los navegantes portugueses, y recibió clases de orientación nocturna de manos de un poblado druida asentado en los bosques franceses.

Estaba convencido de que con constancia, encontraría la señal que le permitiría por fin empezar su objetivo en este mundo, pero cada vez le quedaba menos tiempo, y la fecha de partida se le acercaba peligrosamente. Fue cuando pasó todo. Un día el destino llamó a su puerta, y Tomás, la abrió de par en par.

Era una noche de tormenta, calurosa, en la que ocupaba la bodega de un barco, y que había convertido en un camarote improvisado. Estaba tumbado recogiendo notas y memorizando las estrellas del firmamento de unos viejos manuscritos sustraidos de la colección personal de un marino flamenco, cuando unos gritos en el exterior provocaron su curiosidad y su salida a la cubierta.

En el muelle había un hombre tirado encima de un charco de barro, y estaba recibiendo la paliza mas horrible que Tomás hubiera visto nunca. Vestía humildemente, pero ciertos detalles de su indumentaria revelaban que aquel que yacía tirado en el suelo era de origen noble, y precisamente eso mismo habían advertido los tres rateros que pateaban sus riñones con perseverancia.



Con la angustia en la garganta, miró en derredor y con su mano derecha, se aferró a lo primero que fué capaz de palpar con la palma de su mano, que resultó ser la tapa de madera de un barril situado en la proa del barco. Corió hacia los tres salvajes maldiciendo a gritos, y moviendo bruscamente los brazos, con la tapa de madera en su mano derecha a modo de espada caballeresca. Los tres tipos al ver semejante prueba de fiereza, salieron al galope, dejando al pobre desdichado sin sentido en el suelo. Tomás se acercó a él, y con su cuerpo inundado de frenética adrenalina, levantó al hombre por sus axilas, y, como pudo, lo llevó a su camarote escaleras abajo.

Después del esfuerzo sobrehumano realizado, tumbó al tipo en el camastro, le quitó las botas de sus pies, y le despojó de sus chorreantes ropajes, que dejó allí tirados en el suelo. Abrió el baul, y sacó unas ropas que en un rato le servirían al apaleado para al menos refugiarse del frío por esa noche.

Tomás le limpió las heridas, le curó los golpes y lavó sus ropajes en la cubierta, dejándolos tendidos entre las sogas del velamen. Fue entonces cuando lo oyó. Era el destino el que estaba aporreando las puertas de su futuro y se había materializado en forma de simple cuadernillo. Era del tamaño de una libreta de apuntes de un chiquillo y con las tapas de color ámbar, gastadas por el uso. Se inclinó a cogerlo, y al mismo tiempo que se apoyaba en la barandilla de la popa, empezó a pasar las hojas, primero muy despacio, pero a medida que pasaban los segundos, la velocidad de su acto comenzó a ser frenética y su cara empezó a tornarse de júbilo.

Bajó corriendo a la bodega, y tras cerciorarse de la inconsciencia del enfermo, cogió pluma y papel, y, como un poseido, comenzó a copiar letra por letra las anotaciones y dibujos del pequeño manuscrito. Referencias, cabos, golfos, rocas, edificios... hasta la fauna y flora de la zona, estaba descrita en aquel valioso documento.

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