domingo, 21 de noviembre de 2010

Enterramiento Oscuro- Parte 1

Las puertas de la catedral se encontraban abiertas de par en par y la luz del día se filtraba por entre los cristales de las vidrieras, dando al ambiente un alegre color artificial que ayudaba de manera sobrenatural a la tarea de los tres hombres allí atareados. Juan, José y Andreu trabajaban a destajo. Sus cuerpos no paraban de sudar por culpa de la época en la que había muerto la princesa. Era pleno verano, y las campanas de la catedral acababan de tocar las doce.

Tras hacer un hoyo en el suelo y echar toda la tierra en su carretilla de madera, José llevó el último viaje hacia la catedral con ésta llena de tierra y huesos de antiguos cuerpos enterrados. Lo que estaban haciendo, no pasaría de ser visto como un pecado sublime a ojos de los parroquianos. Desenterrar restos de niños y ancianos no aparecía en ninguno de los libros con los que ellos mismos habían sido educados.

Andreu, el más joven de la cuadrilla, se encontraba bajo la imagen de una Virgen que sujetaba en brazos a un recién nacido Jesucristo, envuelto por una fina mantilla de color azul. Su cometido era el de terminar de forrar las paredes de la fosa con un sólido muro de ladrillos de arcilla cocida. Llevaba ya tres cuartas partes cuando apareció sobre él la anciana figura de Juan, el más veterano de los tres y supervisor de tan extraño trabajo.

- ¿Cómo lo llevas Andreu? - Preguntó, acuclillándose sobre el borde del agujero y mirando a su aprendiz desde arriba.

- Como puedo maestro, como puedo. Este calor me está matando, y no quiero ni hablarle de mis nervios. Sigo diciendo que este trabajo no me gusta. Si me da miedo tratar con ciertos vivos, no le quiero ni mencionar con los muertos.

Mientras hablaba, Andreu se frotaba con su mano derecha la frente, intentando infructuosamente limpiarse el sudor que caía en sus ojos y consiguiendo en su lugar manchar de barro sus pobladas cejas negras.

- ¿Cuántas veces te tengo que decir… - Comenzó a decir Juan, pero sin terminar la frase por culpa de la grave voz de José, que llegaba con el carro lleno de tierra, empujándolo hasta el borde del agujero.

- … que los que tienen que preocuparte son los vivos, ya que los muertos son inofensivos. – Replicó con una sonrisa en la boca. – Por eso están muertos, ¿No? Pero esta muerta tiene trampa maestro. Entienda al chico, aún es muy joven.

Juan miraba a su primer discípulo con orgullo. Le gustaba su manera de ser, ya que aunque decidido en su trabajo, también era previsor para todo lo que hacía, evitando así cualquier cabo suelto.

- Bueno, bueno… Démonos prisa que se nos echa encima la noche y aun nos queda traer la losa de piedra hasta aquí. – La mano de Juan señalaba hacia afuera, a una gran tapa rectangular de roca gris que se encontraba apoyada sobre la pared en la entrada de la catedral, junto a las dos gigantescas puertas que daban la bienvenida al recinto sagrado.

Pasaron las horas, y el joven aprendiz terminó el trabajo que le habían encomendado. Salió del foso por la escalera de madera que había colocada sobre el borde del agujero y apoyó su mano derecha sobre una las baldosas de mármol blanco que formaban el precioso diseño con forma de tablero de ajedrez que constituía el piso del templo. Le temblaban los músculos de los brazos debido al esfuerzo, y le dolían las manos al intentar cerrarlas. Pero el trabajo merecería la pena. Toda aquella diligencia daría su fruto esa misma noche y serían recompensados con la gloria divina del Señor.

-¡Andreu! – Gritó Juan desde el lado más alejado del templo. –Si has terminado no te quedes ahí parado. Ven aquí y ayúdame con esto. – Juan, mientras hablaba, dejó de mirar al chico para seguir con la tarea que estaba realizando. Mientras con una mano sujetaba un rosario, con la otra embutida en un paño sacaba brillo al plateado metal del que estaba hecho el collar sagrado.

Andreu, presuroso, llegó en segundos al lugar que le señalaba su maestro y se apoyó con las manos bajo la barbilla observando los movimientos diestros de las manos del anciano. La delicadeza con la que trataba las esféricas piezas del rosario, mostraba la devoción y la rectitud con la que se entregaba su tutor con todo trabajo en el que se embarcaba.

-Maestro, -Comenzó el chico, buscando cada una de las palabras para no ofender al viejo. -¿De verdad necesita mi ayuda para sacarle brillo a ese rosario de plata? Creo que debería emplearme para trabajos más duros. No creo que su espalda aguante los esfuerzos como cuando era joven.

Sin dejar de trabajar en el pulimento del rosario, Juan volvió a humedecer con aceite el paño de algodón y siguió frotando con fuerza la cruz del final del objeto. Una sonrisa llenó su arrugado rostro.

-No te preocupes, Andreu. Para mi novicio preferido tengo otro pequeño encargo. Levanta la tela de donde estás apoyado, y con cuidado, lleva lo que tienes debajo de los codos al borde del nicho. Después llama a José, que creo que está en el cobertizo, cerca de los rosales, y dile que ya has terminado con tu parte.

Con cuidado, el chico sujetó la tela con su mano más limpia y tiró de ella, intentando apartar la cara de lo sabía que iba a aparecer tras el tejido de color granate. La tela se escurrió de la superficie de madera como si hubiera sido impregnada con aceite. Bajo la cruz bordada en hilo de oro, había un enorme ataúd barnizado en un color tan oscuro como la miel de las abejas. Aun se podían ver los pelos de la pequeña brocha con la que había sido extendida la capa protectora. Una pequeña ventana de la caja fúnebre mostraba la imagen de la princesa, muerta la noche anterior. Su rostro cetrino contrastaba con el verde profundo de sus ojos, que se encontraban abiertos y provocaban en Andreu súbitos escalofríos.

Pese a haber visto la muerte igual de cerca en muchas ocasiones, esta vez era diferente. La carne de aquel cadáver, aún después de haber perdido todo rastro de vitalidad posible, seguía aparentando la viveza con la que días antes se paseaba su dueña por los jardines de su palacete. Su piel estaba tensa, lisa, y las pocas arrugas que presentaba en vida alrededor de los ojos habían desaparecido de su sitio, dando a sus facciones un aspecto mas afilado y sinuoso. Los ojos eran lo peor del rostro. Aun seguían verdes, vidriosos, con un blanco limpísimo y puro, casi sobrenatural, y su gran pupila negra como el azabache mostraba una profundidad capaz de rivalizar con la del pozo más hondo del tercer círculo infernal de Dante.

Intentando no mirar aquella faz, Andreu comenzó a empujar el ataud ayudado de las ruedas de madera que se encontraban bajo la mole de pino lacada. Con el rabillo del ojo atisbaba levemente el subir y bajar de los tirabuzones rojos del cabello de la princesa.

Al llegar al borde de su agujero, dejó allí su carga y se encaminó hacia la puerta del templo en busca de José.

-¡Y no os olvidéis de las rocas! –Chilló Juan desde el final de la catedral, de nuevo sin levantar la vista de su trabajo.

José, como bien había dicho el maestro, se encontraba dentro del cobertizo del jardín, atareado con una rueda de afilador a la que daba vueltas con ayuda de su pie derecho. Mientras acercaba el filo de un pequeño cuchillo al borde de la piedra, de vez en cuando lo mojaba con un poco de agua que tenía dentro de un oxidado recipiente de latón.

- José, - Dijo Andreu al atravesar el quicio de la puerta del cobertizo - el maestro quiere que nos ocupemos ya de las piedras.

- Vale, ya he terminado con esto. Vamos para allá. - Contestó José mientras guardaba el cuchillo en la funda que colgaba de su cinturón.

Sin esperar a su compañero, el chico se dio la vuelta y cogió la primera piedra blanca. Pesaba alrededor de arroba y media, y era del tamaño de una calabaza mediana, por lo que no sin esfuerzo, comenzó a desandar el camino que le había traído hasta el cobertizo. José, siguiendo su estela, cogió una roca algo más grande y se encaminó hacia la entrada de la catedral.

Tras varios viajes más, los dos jóvenes se sentaron cerca del pozo del jardín con las manos en los riñones y con la respiración acelerada debido al esfuerzo realizado. Andreu no había podido aguantar el calor, y se había quitado la sucia camisa que llevaba puesta, dejando al descubierto los pequeños músculos que estaban comenzando a marcársele en su joven cuerpo. El sudor acumulado en los bordes de cada uno de ellos reflejaba el sol, y parecía que un aura de pureza le envolvía de manera divina, solamente manchada por los pequeños arañazos que le había propinado la carga de las piedras sobre su abdomen.

Por detrás de un seto con forma de corazón, asomó la cabeza Juan, con una jarra de agua fresca en la mano y tres vasos de arcilla en la otra. En una bolsa de tela que llevaba atada a una de sus muñecas, asomaba una hogaza de pan y un trozo de queso.

- Venga, paremos un rato y almorcemos. –Dijo el maestre sentándose en el suelo mientras apoyaba la espalda en la fría roca del pozo. –Creo que hasta el Señor entenderá nuestra parada. Vamos Andreu, -Señaló al chico con la mitad del pan en la mano. – sírvete tú primero, que te hará más falta que a José. No tienes a una bella moza esperando en casa con la que poder gastar las energías tras un día de arduo trabajo…

Las carcajadas de José ruborizaron a Andreu por un momento, que con una sonrisa reprimida cogió la hogaza de pan, comenzó a cortar un generoso trozo de queso que a continuación ofreció a su maestro y a su compañero José y hasta que estos no se hubieron metido en la boca el primer bocado, él no empezó a devorar los manjares. Otro gesto le habría parecido descortés por su parte.

Pasaron veinte minutos, muchas risas y un pequeño pellejo de piel lleno de vino dulce con clavo, hasta que los tres profesionales comenzaron de nuevo a trabajar. Eran casi las cuatro de la tarde, y Andreu sabía que el trabajo que iban a realizar necesitaba del más profundo silencio y la mayor profesionalidad posible. A ojos de muchos aldeanos, lo que estaban a punto de hacer no era más que un acto de superchería, pero él sabía que no estaban del todo locos haciendo lo que hacían.

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