lunes, 28 de diciembre de 2009

Aroma de violetas


La oscuridad le envuelve. No ve nada. Sus ojos están tapados con una cinta negra. Intenta mover sus brazos y sus piernas, pero es como luchar contra el abrazo de un gigante. El que ha hecho el trabajo, lo ha hecho perfectamente, a conciencia, y él lo sabe. Escucha gente a su alrededor, murmurando, pero no alcanza a oir lo que dicen. No son muchos. Tres, a lo sumo cuatro. Todos calzan zapatos caros, lo sabe por el sonido de las suelas al chocar contra el parquet. Su olfato percibe mas bien poco. La limpieza de la habitación es perfecta. Podría jurar que huele a antiséptico o a medicamento, como en los hospitales.

El asiento en el que se encuentra, no es duro, pero tampoo es blando. Parece acolchado, pero lo que está claro es que no fue fabricado para dar comodidad al que lo usara, ya que la base de su espalda lleva ya un rato quejándose con fuerza.

Mas pasos. Ahora de un hombre menudo, quizá ya mayor. Sus zancadas son mas cortas, y arrastra los pies. Está perfumado, huele como a violetas.

Echa su mente hacia el pasado, a cuando era un niño, y recuerda que el párroco de la Iglesia donde siempre iba su madre, siempre decía que el mal olía a viletas. Que el demonio olía a violetas. - ¿Será un mal presagio?- Piensa.

Uno de los hombres que le rodea, se acerca a él y le dice algo al oido, pero él no oye nada, su mente está en otro sitio. Lejos de aquí.
Está en un prado verde. En lo alto de una montaña y rodeado de flores. Su cerebro le envia a sus fosas nasales el aroma de la hierba fresca.
Siente como le tocan la cabeza, con suavidad, casi como una madre cuando peina a su hijo antes de ir a la escuela. Nota cómo un frío líquido le hace cosquillas en la coronilla, y baja suvemente por su oreja izquierda. El roce del líquido por el cuello, le pone la carne de gallina, y eriza todo su vello corporal.

Ha llegado el momento. Está preparado.
Vuelve donde está su cuerpo, y agudiza con miedo sus sentidos. Un silencio sepulcral envuelve la sala en la que se encuentra. Ya no oye el arrastrar de los pies de quienes le rodeaban, tan solo un zumbido contínuo, escalofriante, que hace que de nuevo se le erice la piel de los brazos.

Nota como unos dedos se introducen en su boca. Él forcejea, intenta escupir lo que sea que le estén metiendo en la boca, pero la fuerza es inútil. Su boca está empapada en un líquido fresco, pero con algo sólido que le impide juntar las mandíbulas. Su sabor es como el del algodón. Neutro, pero a la vez fresco y agradable.

Otra vez ese olor a violetas.

El zumbido comienza a aumentar en intensidad, hasta que de repente, un estallido recorre su espina dorsal, y es entonces cuando su mente abandona su cuerpo, y se ve a si mismo allí abajo, sentado, debatiendose por soltarse de las correas que le tienen atenazado al trono de sufrimiento al que le han condenado.

Observa como su cuerpo, vestido con un mono de color naranja, no hace más que temblar. Sus ojos están tapados con una cinta negra, pero ve como dos hilillos de sangre comienzan a recorrer sus mejillas y a chorrear por la base de sus mandíbulas. Las manos, delgadas, se agarran con fuerza a los brazos del asiento, mientras sus piernas no paran de dar patadas infructuosas, al verse paradas por el efecto de los correajes.

De repente, deja de moverse, y su cabeza cae a plomo hacia abajo, descansando sobre su pecho, dejando entrever unas feas manchas de sangre en la zona del cuello. Su mente, como si fuera un imán atraido por el polo magnético de la Tierra, se ve empujada de nuevo hacia el interior del cuerpo que ha ocupado durante toda su vida.

Lucha por respirar. Nota como le chorrea la cara. No nota sus ojos, tan solo un calor espantoso en la zona, como si miles de cerillas estuvieran encendidas dentro de sus cuencas oculares. Sus manos tiemblan como locas, atenazadas por una vibraación que no puede controlar. El pecho le arde. Sube y baja de manera desenfrenada, debatiéndose por arrancar cada partícula de oxígeno de la que esté impregnado el aire.

Alguien se acerca a él, y nota como le pone dos dedos en el cuello. Pasan unos segundos y de repente vuelve a pasar. Su mente se despoja de su envoltorio y vuelve a salir de su cuerpo. Esta vez se ve mas pequeño, a mas distancia. Todo lo que oye, es muy lejano, como un eco en una cueva profunda.

Ve como su cuerpo no para de temblar. Lucha por aferrase a la silla,mientras a su vez sus brazos y sus piernas forcejean para escaparse del abrazo de la muerte.

El zumbido es ensordecedor. Aun puede oirlo, pero ya no nota que se le erice el vello de la nuca.

El olor a violetas inunda toda la habitación. Ya no huele el perfume de sus verdugos, ni la lejía de la habitación. Solo las violetas. Miles y miles de violetas le envuelven, como si se concentraran todas alrededor de él.

Vuelve a prestar atención a su cuerpo. Su cabeza no para de dar golpes al cabecero de la silla. Le llama la atención el pelo. Cada vez se va rizando más, hasta que de pronto comienza a arder. El cuerpo que hace unos minutos habitaba, se ha convertido en una antorcha, pero a él, lo que mas le sorprende, es que le da igual. Ahora está muy por encima de eso.

Se mira su nuevo pecho, el intangible, el onírico. Un hilo de plata extremadamente fino sale desde el centro mismo de su torso, y desciende hasta posarse en el pecho del hombre al que antes pertenecía la mirada que ahora observa todo desde arriba. Está aun conectado a su cuerpo.

Un hombre vestido con uniforme azul, rocía su cabeza con el líquido de un extintor, acabando con las llamas en cuestión de segundos. Se acerca otro hombre ataviado con bata blanca, posa dos de sus dedos en su cuerpo. Despues de unos segundos, hace una señal a un tercero, y este sube una manivela, que hace que deje de sonar ese zumbido infernal.

Todo se ha acabado, al menos para el que fue su cuerpo.

Sigue oliendo a violetas.

Mientras sus nuevos ojos se posan en la escena que ocurre bajo la entidad que es ahora, nota como todo se oscurece de repente. El vacío se torna negro.

Percibe cómo algo le coge del brazo y le empuja hacia abajo, pero no puede ver nada.

Las violetas se han internado hasta lo mas profundo de su alma. No puede hacer salir ese nauseabundo olor, y piensa que si estuviera aun vivo, habría roto a vomitar.

Lo que a continuación ve, es algo que nunca habría podido explicar con la lengua de la que estaba dotado en vida. Aquella visión, le hizo de nuevo recordar al párroco de su pueblo.

Un ser, de aspecto infernal, se encuentra frente a él parado y observándole fijamente. Su cuerpo, completamente carbonizado, no es humano, o al menos no su parte inferior. Unas patas parecidas a las de un carnero o a las de un macho cabrío, fuertes, musculosas, pero llenas de calvas y de pelo chamuscado se asoman bajo su cintura esculpida en músculos de acero y coronada con un enorme miembro rodeado de vello negro y rizado.

Su piel, roja como la sangre, está llena de quemaduras y en la espalda, dos enormes alas, negras como la noche en las que en muchas zonas se le ve la carne, que también está cauterizada por el fuego.

Pero lo peor es su rostro. Un rostro perfecto, precioso. Cabello rubio, pómulos altos, barbilla rectángular y pequeña nariz. Si hubiera sido humano, habría sido el ser más hermoso que pisara la tierra. Pero no era humano. Los ojos de aquel ángel le decían que no, que no era humano. Unos ojos negros como un pozo, llenos de odio y de amargura le miraban, haciendo que sus mas obscenos pensamientos se encontraran a merced de su mirada.

Cuando aquella figura comenzó a hablar, le mostró unos dientes afilados, amenazadores como los de la bestia que era.

Y mientras tanto, aquel olor a violetas. Esa flor de entierro. No, no era olor a flores, era olor a muerte, a putrefacción. A odio y a amargura. A lujuria y envidia. A

1 comentario:

  1. Me ha gustado bastante este relato Toluuuu.

    Por cierto, soy el visitante 999...jejejeje

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