viernes, 13 de noviembre de 2009

El Experimento - Parte 4 -

Algún lugar en las afueras de Roma

El paisaje que rodeaba a Marco, era precioso, inundado de olivos y campos de trigo, y el cielo estaba tornado de color rojo, debido al efecto que provocaba el reflejo del sol al desaparecer por la línea del horizonte del país.
El chico caminaba por el cielo pedregoso, con sus sandalias nuevas, y disfrutando de la brisa que golpeba suavemente su cara, haciendo que se colara a través de la parte de arriba de su camisa blanca de seda, cosida por su misma madre con toda la pericia almacenada durante los veinticinco años que llevaba cosiendo y tejiendo para la familia.
De repente, el vello de su nuca se erizó, y comenzó a sentir como sus oidos se taponaban lentamente. La suave brisa se tornó en huracanado viento, y el cielo que hasta ahora se encontraba despejado, empezó a nublarse formando un remolino encima de la cabeza de Marco.
Este echó a correr asustado, con el miedo atenazándole las piernas. El sonido de las hojas y las ramas de los olivos entrechocando unas con otras, ensordeció el ambiente, y Marco sintió como su barbilla empezaba a humedecerse. Se pasó su mano por la boca para limpiar ese sudor que le mojaba la barbilla, y se asustó al comprobar que lo que le corría por la boca no era sudor, sino sangre, y advirtió, no sin antes dejar escapar un pequeño grito de su garganta, que la sangre, procedía de su nariz.
De repente, a lo lejos, un rayo partió un árbol distante, pero no tan distante como para evitar que el chiquillo se viera impulsado hacia atrás por la onda expansiva provocada al impactar la descarga eléctrica contra el suelo.

Se sentía mal, mareado, le fallaban las piernas, y las náuseas atenazaban con hacerle vomitar las uvas negras que había ingerido apenas unos minutos antes.
Intentó levantarse, pero las fuerzas le habían abandonado. El viento se había convertido en un huracán y el cielo estaba completamente negro, cubierto por inmensas nubes que se iluminaban a cada segundo demostrando la actividad que había por encima de ellas.
En un momento que en el futuro Marco no pudo determinar, el cielo se abrió de repente bajo un sonido aterrador. Sonaba como si diez mil cascadas de miles y miles de metros de altura estuviesen vertiendo toda el agua contenida en ellas, a escasos centímetros de sus oidos. Y entonces, en un período de tiempo que la cabeza de Marco no pudo calcular, una enorme explosión borró del cielo todas las nubes que contenía, y la calma volvió a apoderarse del paisaje de las afueras de Roma.
Marco intentó levantarse, pero sus piernas le dijeron que de ahí no se movería en un buen rato. Sus ojos lloraban del miedo que habían contenido, y sus oidos le gritaban que por favor desapareciera ese zumbido que se hallaba alojado en cada uno de sus tímpanos.
Se pasó la mano por delante de sus ojos, y con la manga de su camisa, se limpio la boca, dejándose un restregón en el hoyuelo de su barbilla.
Ahora podía ver. Y lo que vió, le tenía fascinado.
Todo había vuelto a la tranquilidad en cuestión de nanosegundos, una medición de tiempo que su cabeza no podía llegar a comprender. Parecía que no había pasado nada allí, y el único testigo de que sí que había ocurrido aquello, a parte de Marco, era el olivo que se encontraba a lo lejos, y que minutos antes estaba entero, y ahora permanecía allí con un temible tajo en el mismo centro de su tronco, haciendo que su forma asemejara a las orejas de un conejo separadas entre sí, colgadas a ambos lados de la cabeza del animalillo.
Por fin, no sin antes notar como sus piernas no hacían mas que temblar sobre sus sandalias, el chico se levantó. Sentía seca su boca, y un homigueo recorría su brazo desde la mano derecha, hasta la altura del codo, lugar donde había impactado en el suelo al caerse debido a la explosión.
Pero en ese mismo instante, se dio cuenta que no era el único testigo de lo acontecido segundos antes. A una distancia de unos veinte codos, un enorme agujero del tamaño de un abrevadero para caballos, presidía el camino por el que había venido andando hasta este lugar. Los bordes del agujero estaban completamente quemados, como si una impresionante hoguera hubiera sido apagada allí mismo, y alrededor del boquete, desperdigados por el suelo, cientos de trozos de tierra, hierbas, raices y un pequeño topillo completamente chamuscado que, pensó Marco, tambien había sido testigo del suceso.
Marco se acercó al borde del hoyo, y se quedó aun mas boquiabierto que antes, al vislumbrar el contenido del agujero.
El fondo cubierto de tierra, estaba gobernado por una mano completamente negra, aferrada firmemente a algo parecido a una ramita de madera, pero perfectamente pulida, y terminada en una punta de color negro que no quiso ni tan siquiera acercarse a comprobar qué era realmente. Cerca de la mano, y con el borde derecho calcinado, se encontraba lo que Marco creia que era una especie de manuscrito extraño, de color amarillento, y del tamaño de una cuarta mas o menos.
Marco, con todo el cuidado que le suplicaba que tuviera su subconsciente, se adentró en el círculo tan extraño, y posó sus rodillas en la tierra para poder alcanzar el manuscrito. Apartando su mirada de la mano sujeta a la rama de madera, estiró todo lo que pudo sus brazos para alcanzar el preciado tesoro. Un fuerte pinchazo punzó su codo de dolor, pero no evitó que la curiosidad del momento ganara la partida al sufrimiento que le ocasionaba el golpe de su brazo.
Lo cogió despacio, y las yemas de sus dedos comprobaron la tibia temperatura que tenía la superficie del objeto.
Se alejó del agujero, y miró de soslayo de nuevo aquella mano alli tendida. Sus ojos no le dejaron seguir mirando, y rápidamente apartó su mirada, no sin antes reconociendo en uno de los dedos de aquella mano, un pequeño aro de oro alojado en el mas cercano al pequeño de los mismos.
Se sentó alli mismo, encima de una roca, y observó detenidamente el manuscrito. Estaba hecho de un tipo de papiro muy extraño de color blanco. Sus hojas, estaban unidas con alguna clase de resina en la parte superior, y su parte delantera era de color azul, oscurecido por el efecto de algo que Marco no sabía determinar.
El chiquillo, con un cuidado extremo, gracias a la delicadeza con la que su padre le había adiestrado en el manejo de los libros, pasó cuidadosamente hacia arriba la primera de las hojas del manuscrito, y su cabeza, se volvio loca al contemplar con asombro lo que alli contenía.



El encabezamiento del escrito estaba compuesto por las mismas letras con las que él había aprendido a leer y escribir, pero su orden, era extraño, ya que no entendía nada de lo que allí ponia. Nada, excepto la segunda palabra que empezaba el manuscrito, y las dos cifras que proseguían.
Marco, asustado, tiró el libro contra el suelo, y salió corriendo como si un atleta de la antigua Marathon le hubiera poseido,en dirección a su casa. Pero, cuando ya llevaba recorridos casi veinte metros, se paró, y, pensándolo mejor, dio la vuelta,recogió el manuscrito del suelo, y volvió a correr en dirección a casa.

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