jueves, 1 de abril de 2010

Descendientes de la penumbra. Parte 2

A parte del apestoso olor que exhudaban aquellos chicos, había algo que no cuadraba en aquel escenario. Mientras que los dos chicos olían fuertemente a sudor y tabaco, dos de las chicas desprendían un fuerte aroma como al formol, a clínica. Posíblemente, se trataba de que no solo alcohol era lo que habían estado tomando antes de salir del garito en el que se habían conocido, sino que tambien habían compartido alguna droga.
Cuando el contacto era ya irremediable, y les separaba tan solo un metro de aquel personaje disfrazado de cantante de heavy, Gabriel abrió los ojos,y buscó con su mirada el detalle que había acelerado su pulso. En respuesta a ello, encontró el dorado cabello de una de las tres jóvenes, la única que no olía ni a alcohol ni a droga. Su cara era tan feliz como la de los otros cuatro jóvenes. Sus manos tenían los mismos objetivos que los de las otras chicas, y de vez en cuando encontraba la recompensa de del miembro duro y varonil de alguno de los chicos a los que acompañaba.
Ella era española, rubia casi platino, y su tez era tan blanca como la leche. Sus cejas perfectamente perfiladas y sus pecas estratégicamente colocadas bajo sus enormes ojos azules, hacían que su rostro fuera mas lindo de lo que cualqier hombre podría soportar.
Cuando por fin se cruzaron, el grupo de chiquillos dejó de jugar al juego de las manos, y pasaron frente a Gabriel, mientras disimulaban su extrema excitación. En el último instante de su cruce, la chica rubia miró a Gabriel y le sonrió, mostrando unos perfectos dientes blancos nacarados, bajo los carnosos labios que coronaban su dulce mandíbula.
Un escalofrío recorrió la espalda de Gabriel, mientras su mente viajaba veinte años atrás.

Estaba en el Parque del Retiro, tumbado en el césped admirando la belleza de las rosas que le rodeaban. El aroma de las flores le embriagaba, y le recordaba a su infancia en la mansión de la familia, cuando por las mañanas acompañaba a su madre a podar los rosales.A su lado, y tumbada como él, se encontraba Elsa, una diosa rubia de ojos azules, con a que alía desde hacía escasos tres meses. Era poco tiempo, pero la amaba. Desde el principio lo supo. Nunca encontraría una mujer como Elsa. Bonita, inteligente, cariñosa, atenta...y lo que era mejor, enamorada de Gabriel.
De repente, mientras todos sus sentidos se esforzaban por captar en su plenitud el dulce aroma de las rosas,la blanca luna se tornó roja.
Roja, de la sangre de una víctima inocente. Todo ocurrió en un suspiro. A Gabriel tan solo le dio tiempo a escuchar el débil silbido del metal cortando el ambiente, y el chocar de dicho acero contra el cuello de su amada.
Todo fue en un abrir y cerrar de ojos. Intentó levantarse de un salto, con la cara salpicada de la sangre de Elsa, cuando un golpe sordo contra su frente, volvió a tumbarle boca arriba, saludando a las estrellas que tantas veces había admirado junto a su doncella.

Hoy, veinte años después, no sabía quien era el brazo ejecutor del asesinato de su amada, pero si sabía a ciencia cierta quien habia ordenado su muerte. Aun sonaban en su mente las palabras de aquel desalmado sin rostro, que sin mediar palabra, había sesgado la vida de dos amantes y caminaba despreocupado sobre la grava del camino junto al céped, dirigiendose fuera del Retiro.
-Debías haberlo sabido. Serafín te lo advirtió.

Con lágrimas en los ojos, Gabriel seguía su camino hacia Las Ventas, ensimismado en sus propios recuerdos y masticando con desánimo el plástico del cigarrillo que adornaba su boca. No había llegado aun a la boca de metro de El Carmen, cuando se percató de lo que sucedía.
En el breve espacio de tiempo en el que alguien respira y expulsa el aire por la boca, cuatro personas habían rodeado a Gabriel en la soledad de la avenida. En apariencia, todos eran mas fuertes que él, y además, como hacía unos instantes, ninguno aolía absolutamente a nada. Ningún aroma se desprendía de sus ropajes, demasiado ligeros para la estación en la que se encontraban. Todos, mas corpulentos que él, portaban en alguna de sus manos una daga idéntica, aguda y afilada, y con una empuñadura de color blanco, en la que se veía un corazón de color negro que servía de decoración e identificaba a los agresores como miembros de un mismo grupo o clan.
El mas grande de ellos, un tipo de apariencia asiática, dio la señal de comienzo del ataque. En un abrir y cerrar de ojos, los cuatro sujetos se abalanzaban con pasión hacia el cuerpo de Gabriel. El asiático, era el que encabezaba el ataque, y se acercaba a Gabriel por detrás practicamente a la vez que el que se encontraba a su derecha. Los otros dos, aunque tambien habían comenzado el suyo, habían tardado un poco mas en reaccionar por lo que Gabriel ya había medido la distancia respecto a los cuatro.
Aquel tipo oriental, atacó descaradamente con el puñal por delante de su cara y el brazo estirado hacia el cuello de Gabriel, mientras que el otro de la derecha, sin un objetivo fijo, se le intentó echar encima.
Con un movimiento salido de cualquier película de artes marciales, giró su pie derecho unos centímetros y con las piernas flexionadas unos milímetros, atrapó la mano que sujetaba el cuchillo del gorila de su espalda. Suavemente, mientras la daga silbaba junto a su oreja izquierda, y sujetando fuertemente el brazo de su contrincante, aprovechó la propia inercia de éste y giró sobre sí mismo arrastrando al gorila con él. El puñal de su mano fue a parar al ojo derecho del agresor que iba buscando su espalda, propiciando así un ruido como de succión al sentir como la cavidad ocular explotaba al contactar con la punta del arma.
El movimiento de Gabriel, perfecto y milimetrado, había dejado KO a uno de los agresores, y su postura, primorosa desde todos los ángulos, le estaba dando la ventaja que buscaba, ya que al girar sobre sí mismo, había conseguido esquivar el segundo cuchillo, que ahora se encontraba situado junto a su cuello y su hombro, y la mano que le quedaba libre, agarraba con fuerxa la muñeca del sorprendido tipejo que había comenzado su ataque por la espalda. Si soltarle la muñeca, volvió a girar sobre sí mismo, y su levita comenzó a volar por los aires, en un efecto fantasmagórico, como si fuese afrcida a la Madre Noche.
Los otros dos, lejos de sorprenderse por la rápida actuación de aquel al que querían matar, ya habían iniciado su estrategia, antes incluso de que Gabriel hubiera siquiera inmovilizado a los dos primeros. Por ello, uno ya estaba en el aire con la daga frente a su cuerpo, y apuntando con el brazo extendido hacia su solitaria víctima.

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