domingo, 7 de febrero de 2010

Desde el otro lado. Entrada XXIII

Bueno, pues ya estoy aquí de nuevo y con una taza de café aguado para entrar en calor. ¿Por dónde iba? Ah, vale...

Pues eso, yo allí parado, en medio de la nave, con dos vehículos llenos de gasolina y la cara putrefacta de un tipo asomando por entre la nieve. Y yo sin las llaves del vehículo. Un panorama digno de narrar.

Empecé a dar vueltas por todo el taller, de arriba abajo. Entré en las oficinas, vacié los cajones del armario metálico destinado a la mecánica de los vehículos, dentro de las plataformas, en los camiones... Hasta que caí en la cuenta. ¡Seré gilipollas! A la entrada, había un pequeño armario metálico que ponía: "Llaves de los vehículos". Pues claro, no van a estar puestas... Así que me dirigí gacia el armario, y lo abrí. Para mi asombro, no estaban las llaves allí tampoco.

Mi gozo en un pozo. Después de liarme a patadas con todo lo que vi frente a mi, me dejé caer sobre una montaña de palés y empecé a pensar con detenimiento. Si aquel cadáver tenía la garrafa de gasolina en la mano, frente a la plataforma, y yacía con un tremendo golpe en la frente... ¿Quien se lo había dado? Y lo más importante. ¿Por qué el agrsor no se había llevado la plataforma si ya tenía la gasolina y el vehículo? Me acerqué al cadáver momificado de aquel pobre hombre y empecé a desenterrarlo. Estaba tieso y seco, y a diferencia de lo que yo mismo podría pensar, no olía absolutamente a nada. Se le veían a través de las mejillas las muelas y parte de la lengua, negra como la oscuridad de un silo de misiles.

Cuando por fin le desenterré por completo, encontré la razón de que allí estuviesen los vehículos sin que se los hubiesen llevado. El muerto portaba una pistola en la mano izquierda, que se encontraba reposando sobre su regazo con uno de los delgados dedos sobre el gatillo. Por lo tanto, había disparado a alguien, y ese alguien o había sido herido de gravedad y decidió pasar de los vehículos, o simplemente había muerto allí.

Me coloqué detrás del muerto y coloqué mi cabeza detrás de la suya, a la misma altura, para poder ver lo que él mismo veía antes de morir. Una vez visualizada la zona sobre la que él estaba mirando, cogí una oxidada llave inglesa que se encontraba sobre la parte trasera de la plataforma, y la hundí en la nieve justo a los pies del pistolero. Con la llave en la mano comencé a andar hacia delante, en línea recta y sin sacar de la nieve la herramienta, hasta que a apenas seis metros del cuerpo, topé con algo duro y que sonó a hueco. Comencé a retirar la nieve, hasta que descubrí enterrado el segundo cuerpo. Tenía tres agujeros en el pecho, y un cuarto a la altura del cuello, mientras con su mano derecha agarraba una llave de tubo enorme, de esas que se utilizaban para aflojar las tuercas de las ruedas de los camiones. Las heridas eran mortales de necesidad.

Me imagino la situación. El pistolero entra en el hangar mientras el portador de la llave de tubo le sigue sin que el primero se dé cuenta. El primero, encuentra la garrafa de gasolina, y se acerca hasta el vehículo para derramar todo su contenido. El segundo, que ha entrado sin hacer ruido, encuentra la llave y se acerca por detrás a su presa, que se encuentra enfrascada en abrir la garrafa. La llave se introduce con un golpe seco en su cráneo y cae redondo al suelo. El agresor, pensando que se ha cargado al primero se da la vuelta y recibe cuatro disparos a bocajarro del pistolero...

Era una bonita historia, pero aun me faltaba algo. Las llaves. Miré la mano izquierda del "mecánico" y allí estaban las culpables de las muertes de aquellos dos desgraciados. Debió de darse la vuelta confiado de que se habría cargado al pistolero, y cogió las llaves del cajetín de la entrada, pero al acercarse al supuesto muerto para arrebatarle la garrafa de gasolina, este, agonizante, le descerraja los cuatro tiros y mueren los dos desangrados... por suerte para mí.

Había conseguido las llaves, gasolina, un vehículo y un arma. Pues aunque parezca mentira, los problemas no se habían acabado ahí. Al poner las llaves, y girar la cerradura de la plataforma, no sucedió nada. Nada de nada. Evidentemente, en el asiento del copiloto se encontraba recostado y con cara de suficiencia Murphy, dándome a entender que, como siempre, las cosas no se pueden poner peor, hasta que empeoran.

Me bajé del coche y esta vez sí tuve suerte. La batería se había descargado despues de tanto tiempo sin usarla. Pero alguno de aquellos locos ya habían caido en la cuenta, y había un aparato de color rojo con una manivela en su lado derecho y conectado con unos cables de color rojo y negro a los polos de la batería del vehículo. Comencé a girar la manivela como un loco. Una, dos, tres, cuatro veces. Cuando llegué a las cien vueltas, me volví a subir al vehículo, y arranqué. Después de toser un poco, el vehículo arrancó, y mi cara se iluminó a través del espejo retrovisor. Murphy se mosqueó no sé por qué, y desapareció.

Lo único que había sido capaz de hacer en un coche en mi juventud, además de practicar sexo con mi chica, fue meter la primera y avanzar durante trecientos metros en línea recta, hasta que metí la segunda y el coche se me caló. Desde entonces, como mucho tocaba los mandos de la radio y cuando me lo pedía mi novia, abría la guantera para cambiar de cd. Pues ahora tenía que ser capaz de mover un bicho de tres mil y pico kilos, sin tener ni idea de cómo hacerlo, sin contar por supuesto, con que desde allí a mi casa habían unos siete u ocho kilómetros, y encima con todo lleno de nieve.

Así que armado de valor, pisé el embrague, metí la primera, y comencé a soltar el embrague mientras pisaba suave el acelerador. Aquello comenzó a revolucionarse de manera exagerada, mientras el tubo de escape petardeaba pero las ruedas no se movían ni un centímetro. Yo pisaba el acelerador, pero aquel vehículo decía que no, que no se quería mover. Y claro, caí en la cuenta de que si no quitaba el freno de mano, no iba a ningún lado. ¡Qué Odisea! Ni Aquiles pasó tantas calamidades como yo dentro de aquella plataforma.

Por fin me moví. Al principio empezó a andar despacio, ya que yo no me atrevía a pisar mucho el acelerador, pero cuando ya por fin me sentí un poco más seguro, avancé un poco más rápido por entre la carretera llena de nieve. Tengo que confesar que no pasé de los veinte kilómetros por hora, pero desde mi posición parecía que estaba en un monoplaza a trescientos kilómetros por hora.

Iba por la carretera intranquilo por lo que me pudiera encontrar, ya que no veía mas allá de ocho o diez metros. Intenté circular sin las luces, pero era imposible. Me estaba arriesgando demasiado, pero mi propia supervivencia estaba en juego. Después de casi una hora, llegué a la gasolinera, y me paré frente a la columna eólica.

Y... Y ahora me voy a dormir que se me caen los ojos de sueño. Dejaré la grabadora encendida por si alguien se pone en contacto conmigo esta noche y me trae noticias importantes que reportar. Mañana os cuento la tercera parte de mi "Aventura con la reparación de una torre eólica".

Soy José Antonio, y estoy emitiendo desde el otro lado.

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