domingo, 21 de noviembre de 2010

Enterramiento Oscuro. Parte II

Bajo la preciosa bóveda pintada de color azul y ante los escrutadores ojos de su Señor y su Señora, los tres operarios se afanaban en cumplir a rajatabla las estrictas normas de su profesión.

Con ayuda de una polea, empezaron a bajar el ataúd al foso. Éste pesaba casi cuatro quintales en vacío, y con el cadáver de la princesa en su interior sobrepasaba los cinco con mucho. Mientras arriba, Andreu y José mantenían tensada la cuerda con el féretro en vilo, Juan, sujetándolo con mucho cuidado, lo orientaba hacia el suelo con la delicadeza de un mecánico de relojes. Cuando éste por fin estuvo posado en el piso de tierra húmeda, el anciano les pidió que lo alzaran un poco para poder situarlo en la posición correcta, con la cabeza de la fallecida hacia el Norte y sus pies hacia el Sur.

Al acabar esta acción, José le señaló al chico la zona del confesionario, bajo el ábside principal, y éste inmediatamente entendió los ademanes de su compañero. Se encaminó hacia el fondo del templo, subió un cajón de madera sobre la carretilla y empujándola, acercó su contenido al borde del foso. Después, ató la cuerda de la polea a la caja que contenía las herramientas y con mucho cuidado de no acertar a su maestro en la cabeza, la hizo descender con delicadeza.

Terminada la parte de la recogida de la cuerda y la polea, Juan subió y ayudó a Andreu y a José a colocar las cinchas para la sujeción y el posado de la losa sobre la plataforma de madera. Ésta estaba provista de ruedas para facilitar el traslado del enorme peso, y en cada una de las esquinas había una hondilla hecha con cuerda trenzada que permitiría a los dos jóvenes sujetarla en alto mientras procedían a la colocación de la piedra en la tabla. Una hora completa les llevó realizar este trabajo a los dos aprendices, tiempo que el maestro empleó para dar forma al estrecho tocón de madera que Andreu le había acercado. Tras comprobar que su aspecto era el correcto, abrió el ataúd e inspeccionó su interior. Se persignó tres veces y se sentó en el suelo de tierra, esperando a que sus pupilos llegaran para seguir con el procedimiento.

Pronto llegaron los dos chicos y comenzaron a echar al fondo del foso las rocas que habían transportado desde el jardín. Un aroma dulzón atravesó la puerta de la catedral, impregnándolo todo de un olor a violetas muy característico en estos trabajos, símbolo de que el mal estaba al acecho observando el proceder de aquellos tres minúsculos mortales.

Una vez todas las rocas se encontraron en el interior del agujero, Juan miró seriamente a Andreu, y sin proferir palabra realizó un gesto de asentimiento con la cabeza que el chico no tardó en interpretar. Alejándose de la zona de trabajo, cerró las puertas de la catedral, que acompañaron al sonido del viento con el chirriar de las bisagras, oxidadas por el paso del tiempo. Cuando las dos enormes piezas de madera se juntaron, Andreu cerró los goznes de hierro forjado, y se arrodilló en el suelo frente a la puerta con la vista en dirección a la imagen de Jesucristo crucificado. Sus brazos, abiertos hacia los lados como los del Señor, mandaban una súplica. Él les protegería de lo que iban a hacer a continuación. A partir de este momento, nadie entraría en la catedral hasta el día siguiente, al amanecer.

-¿Estáis preparados? –Preguntó el anciano mirándolos a los dos a la cara y con expresión sombría tras esperar la llegada de ambos. Los dos asintieron con la cabeza sin titubear. –Si es así, procedamos.

Juan levantó la tapa de su cajón lleno de herramientas y sacó de su interior una enorme cuchilla metálica pulida. Tenía forma de cruz, y los bordes inferiores estaban afilados como los de una guillotina. La dejó dentro del ataúd, cerca de la roja cabellera de la princesa y siguió sacando objetos del arcón. El rosario, el trozo de madera al que había dado forma anteriormente y una enorme maza del mismo material fueron apareciendo de su interior y aposentados sobre el cuerpo de la joven fallecida.

Andreu, nervioso y casi en éxtasis, cogió una de las grandes rocas y la estrelló contra la espinilla izquierda del cadáver, escuchando el chasquido de los huesos astillados de la princesa. Sin dejar pasar ni un segundo, cogió otra de las piedras y la estampó sobre la otra pierna. A la vez que el chico colocaba los bloques sobre los tobillos de la doncella, José hacía lo mismo contra sus brazos y sus caderas, asegurándose de vez en cuando de su perfecto posicionamiento mediante unos golpecitos con la palma de la mano en la superficie de la roca. Todo iba a la perfección, y ya eran casi las siete de la tarde.

Andreu cogió el rosario plateado que su maestro había estado puliendo en la mañana, y lo acercó a las manos de la princesa. Con ellas levantadas, empezó a darle vueltas alrededor de las estrechas muñecas, haciendo fuerza a cada una de ellas para asegurarse de que el nudo no se soltaría jamás. La frialdad de la piel de la joven estremecía el alma de Andreu, provocando millones de estímulos extraños en su mente.

Terminado el atado, asintió, sabiendo que su parte estaba terminada. Acercó a José la piedra más pequeña que habían traído y se apartó un poco de la zona de trabajo. Éste, con mucho cuidado, abrió la boca de la joven y haciendo fuerza con las manos empujó hacia abajo su mentón. Sus blancos dientes como perlas aparecieron por entre aquel abismo negro del que escapaba un aroma agrio a putrefacción. Intentando olvidarse de esos signos, introdujo la piedra en la boca del cadáver y la asentó contra los dientes con un sonoro golpe de la maza. Un crujir sordo heló la sangre de Andreu.

A todo este trabajo acompañaba la figura de Juan, que movía su cuerpo con una efectividad tal que al chico le parecía que el anciano levitaba y sus pies no tocaban el suelo que estaba pisando. Supervisaba las acciones de José asintiendo de vez en cuando, y acercando en ocasiones sus manos para modificar la posición de alguna de las rocas.

Acabada la fase de las rocas medianas, el maestro cogió la pieza de madera tallada y la levantó hacia la bóveda azul, como ofreciéndosela al cielo, al Señor Todopoderoso. Miró a sus pupilos, y éstos asintieron. Mientras, José cogió la cuchilla con forma de cruz y se arrimó al borde del ataúd.

Sin dudar ni un segundo, Juan dejó caer la estaca de madera y con un sonido húmedo atravesó el pecho de la dama. De repente, la cetrina piel del cadáver se volvió gris, y las venas cercanas a la superficie se dejaron ver a través de la carne de su dueña. Cambiaron a un tono azulado, para de inmediato transformarse en un violeta fuerte y enfermizo. Ésta levantó la cabeza con vigor, y chilló con toda la rabia de su malévola naturaleza, despertando en Andreu un miedo primigenio.

Juan, sin inmutarse, golpeó tres veces mas contra el pecho del cadáver con toda la fuerza de su alma. El cuerpo antes muerto de la princesa, intentaba patalear, deshacerse del peso de las rocas, pero no lo conseguía. Sus manos se abrían y se cerraban como garras de águila, y a cada estertor su piel cambiaba de color a causa de las numerosas venas visibles a través de aquella piel casi transparente.

Al cabo de unos segundos infernales y eternos, la doncella dejó de patalear, y tan solo un gruñido comenzó a escaparse de su garganta, como un gorgoteo. Juan, seguido de Andreu, se acercó a la última roca que coronaba la estancia y con ayuda del joven pupilo la colocaron sobre la estaca, que atravesaba por completo el corazón de la bestia hasta tocar con la punta el fondo satinado del féretro.

Mientras todo esto ocurría, la princesa no paraba de gruñir, y aquel gutural sonido salido de su garganta reverberaba por toda la catedral acrecentando en Andreu esa sensación de malignidad que le acechaba desde la mañana. Miraba a su antigua señora con un miedo innatural, mientras ésta movía sus ojos verdes de pesadilla hacia todos los lados y sus cabellos rojos y peinados se iban oscureciendo cada vez más.

Juan, cargado con la experiencia del que hace un trabajo todos los días, pidió a José la cuchilla con forma de cruz y la posó contra la garganta del demonio encarnado en la joven muerta. Llamó a Andreu y éste se acercó al cadáver con la maza en la mano. Un leve temblor se había apoderado de su muñeca.

-Acábalo. –Susurró su maestro.

Su semblante se estremeció. Una rigidez confusa se apoderó de sus sentidos cuando notó cómo aquellos ojos verdes se clavaban en los suyos suplicándole perdón.

- No lo hagas. - Le decía una voz femenina en su mente. - Yo te llenaré de amor, de poder, de sensaciones que jamás podrás experimentar en tu vida mortal. Te colmaré de caricias, de besos y de toda la lujuria que aun no has sido capaz de paladear. Porque ¿Aún no has retozado con una dama en su lecho, verdad Andreu? - Su voz le tenía hipnotizado, perplejo. Le obligaba a mirarla fíjamente a los ojos. Unos ojos cargados de verdad, de buenas intenciones...

Provisto de una energía que no sabía que poseía, levantó sobre su cabeza la pesada maza y la dejó caer, otorgándole a ese movimiento toda la furia que había estado acumulando durante las últimas horas. A pesar del miedo que tenía a fallar el golpe, aumentado por el escalofriante sonido que salía de la garganta de la muerta, acertó en el centro de la cruz y su filo atravesó el cuello de la joven, quedándose clavada en la madera del fondo.

Un líquido negro como la brea y maloliente como las aguas de un pantano, empezó a manar de la herida de la doncella. Brotaba de su cuello como si este fuera un manantial, inundándolo todo de aquel aroma infernal. Tras el golpe, el silencio volvió a reinar en el templo y todo lo que siguió a continuación fue acompañado de la quietud y la paz en la divina estancia.

Después de sacar del agujero todas las herramientas, Andreu bajó al foso y colocó la cabeza de la princesa en sus propios pies, entre dos de las piedras de los tobillos. Cerró la tapa y dejó la herramienta con forma de cruz sobre el ataúd.

Tardaron dos horas más en cubrir todo con la tierra extraida del cementerio del exterior, y una vez llena la tumba, colocaron la losa de piedra y la sellaron con el mortero sobrante de la mañana, aun húmedo gracias a la fresca temperatura del sagrado recinto.
La piedra no rezaba ninguna inscripción. Era una tumba muda, anónima.

Al amanecer del nuevo día, el pueblo seguía como antes, imperturbable e ignorante de lo acontecido en su propio templo, despidiéndose de tres figuras humanas y una mula que se alejaban de la capital, dejando atrás una princesa muerta y enterrada bajo suelo sagrado.

Cuando el sol apareció en el horizonte, una princesa de cabellos rojos como el fuego y ojos verdes como la espesura del bosque, sólo veía oscuridad en su lecho y la convicción de que el tiempo sería eterno para ella.

Basado en hechos reales.

2 comentarios:

  1. Tenía que publicarlo. Lo iba a hacer en la Galaxia, pero como alguien que yo me sé se la ha zampado entera... Y luego llegan y le echan la culpa a los alemanes. ¡Ja! Me río yo de esos ilusos...

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