domingo, 1 de noviembre de 2009

Un día de montaña -Parte 2-



Armado de valor, y respirando hondo varias veces, comencé a atacar a la montaña. Apoyaba con fuerza los bastones, mientras con los brazos impulsaba hacia arriba mi cuerpo por completo. Tras cuatro minutos de esta guisa, tuve que parar a tomar aliento, y por primera vez en el día, un pensamiento negativo pasó fugazmente por mi cabeza. Las piernas me flaqueaban y mi mente me decía que quizá no llegaría hasta arriba. Veía a Rocco subir feliz, como si lo hubiera hecho miles de veces, y cómo mis compañeros se acercaban a mi posición, con cara de cansancio, pero firmes en su ascenso.

Quizás abrumado por la vergüenza de la edad, respiré hondo y volví a tomar la subida. Cada quince metros me paraba, con las piernas y los brazos ardiendo, con calambres, y gotas de sudor recorriéndome la frente a causa del tremendo esfuerzo. Las pequeñas piedras caían tras de mi, y de vez en cuando alguno de los bastones se quedaba encajado entre las hendiduras de las piedras. A medida que íbamos subiendo, el aire nos pegaba contra la cara enfriando nuestro sudor, que se transformaba en pequeñas partículas salinas que se quedaban adheridas a la piel, como si de minúsculos granos de sal se tratasen.

Casi llegados a la cima, distinguimos unos armazones de hierro pintados de color azul metalizado que se encontraban desperdigados por un área bastante extensa de la zona. No podría saber qué era, pero parecían partes de algún helicóptero o aeroligero que se habría estrellado en la zona. No estaba oxidado, por lo que supusimos que no debía hacer mucho tiempo que se habría chocado con la montaña. La pregunta que todos nos formulábamos era si aquel vehículo, si es que era tal cosa, habría estado tripulado. Ahora que estoy en casa escribiendo esto, me doy cuenta del error que cometí al no haber echado ninguna foto de aquello, para más adelante estudiarlo con mas atención y así averiguar a qué podría haber formado parte.

Tras numerosas paradas y bocanadas e aire, y sintiendo como mi corazón latía a mil por hora, llegamos a la cima. Mi cuerpo sufría las consecuencias de semejante ascenso. Notaba como las plantas de los pies y las piernas me ardían como si fuesen de fuego. La cabeza la sentía como abotargada, y los oidos me zumbaban. Podía escuchar el sonido de mi corazón al chocar contra las paredes del pecho y mis manos ardían de sujetar con fuerza los bastones durante la subida.

Pero cuando por fin vi el punto geodésico que marcaba la realidad del ascenso, todos los dolores dieron por terminado, y con una sonrisa en la boca comencé a avanzar hacia allí. Lo había conseguido, y, la verdad, me había costado bastante más de lo que pensaba. Habíamos caminado durante casi cuatro horas, y eso sin contar las numerosas paradas realizadas para esperar a los rezagados, que cada vez que doblábamos una montaña perdíamos de vista.

El Punto Geodésico estaba colocado encima de un grupo de enormes piedras, y su forma era la de un cilindro de alrededor de metro y medio, y hecho por completo de hormigón. Estaba situado a dos mil trescientos ochenta y tres metros de altura, y sólo era superado en la Comunidad de Madrid por el pico de Peñalara, con dos mil cuatrocientos veintiocho metros. La sensación de triunfo inundaba nuestras caras, y es algo imposible de describir. Nadie sabe lo que se siente en este momento hasta que no hace un ascenso. Ahora podía llegar a entender a los verdaderos alpinistas en su afán por coronar las montañas más altas del planeta. Mi cuerpo irradiaba felicidad, y hacía oidos sordos al viento frío que chocaba contra él.

Tras hacernos las fotos de rigor para atestiguar nuestra llegada, buscamos un cortavientos en las inmediaciones y nos paramos a comer, que nuestro cuerpo ya nos lo estaba pidiendo desde hacía un buen rato. El reloj marcaba casi las dos y media de la tarde, y yo, viendo la posición del sol, comentaba con Ángel que quizá habíamos salido demasiado tarde para realizar el ascenso, e igual nos pillaba la noche. Me contestó que no me preocupara, que aunque así fuera, aunque no lo creía, habría luna llena, y se vería bien el camino, además de que todos íbamos preparados y llevábamos los frontales para por si acaso. La idea no me gustaba mucho, pero cierto era que podría pasar y no había que darle mucha importancia.

El jamón, la tortilla, el chorizo de León y de Lugo, aderezados con un buen vinito de la bota de "Cielito" nos supo a todos a gloria. Reíamos felices por haber alcanzado la cumbre, y bromeábamos con Suso por su obsesión de hacer miles de fotos para luego colgarlas en el Facebook. Ironizábamos al respecto con la idea de que le había robado a Ángel de su Facebook fotos del Kilimanjaro y las había colgado en el suyo para presumir de proeza. Éramos el ejemplo perfecto de la alegría después de conseguido un obletivo común.

Rocco nos miraba con cara de asombro, mientras degustaba algún trozo de jamón que le iba tirando a escondidas, y que él, gentilmente, degustaba con la voracidad de un lobo hambriento.

Tras bebernos un vaso de licor de hierbas casero servido por Suso, y comer unos pocos higos secos y almendras para el camino de vuelta, recogimos nuestras cosas e hicimos una limpieza profunda de la zona, guardando en la mochila cualquier atisbo de civilización, para así dejar limpio el lugar de acampada. Estábamos tan concienciados con ello, que incluso durante el camino recogimos varias latas y papeles que algún desalmado habría dejado caer en la montaña, ignorante del golpe negativo que provocaba con esa acción a la biodiversidad de la zona.

Me hice una última foto en la cumbre, y me encaminé de vuelta en dirección a la empinada cuesta para descenderla. Me até de nuevo las botas, para intentar evitar todo lo posible mi problema con los dedos de los pies, y comencé a bajar. Al principio iba utilizando los bastones para amortiguar el peso del cuerpo, pero tras unos metros recorridos, me di cuenta de que eran inútiles para aquella labor, y opté por sujetarlos en la mochila y bajar a pelo.

Cuando llegamos abajo, que por cierto nos costó tan solo diez minutos, a diferencia de la subida que nos ocupó mas de media hora, me dolían la parte superior de los dedos de los pies de manera brutal. A cada paso que daba, mis dedos chocaban con la parte alta de la bota y me hacían ver las estrellas. Posiblemente fuera porque las botas eran malas, o al menos eso me dijeron Fernando y Ángel, por lo que tomé la decisión de comprarme unas botas nuevas antes de realizar otra salida complicada como esta.

Seguimos andando por la senda, por encima de la Loma de Pandasco en busca de nuevo de la Cima del Asómate de Hoyos, que por cierto, había que ascender de nuevo. La loma era larga, tendría un kilómetro o dos mas o menos, y aunque era lisa pero salpicada con piedras se convertía en algo dura ya que, acostumbrados a las distancias cortas en la ciudad, estas visiones tan largas engañaban a nuestro cerebro, y le hacían pensar en proximidades que realmente no eran así.

Cuando estábamos a punto de llegar a la cima, Rocco se separó del sendero y comenzó a ladrar, llamando la atención de Fernando y de todos los demás. Nos acercamos allí, y nos quedamos blancos como la nieve que debía de cubrir esta misma montaña en pleno invierno. Un enorme cuervo, y digo enorme porque yo no sabía que eran tan grandes, se encontraba en el suelo pedregoso, completamente desplumado y abierto en canal, con toda su sangre formando un charco en una depresión natural ubicada sobre una roca que asomaba desde el suelo.

Asustados, volvimos a mirarnos los unos a lo otros, demasiadas veces en un sólo día, pensé. El pobre pájaro mostraba una mueca horrible, con cada una de las partes de su pico apuntando hacia un lado diferente que el otro. Su cuello estaba retorcido, pero lo peor eran las plumas, esparcidas todas ellas por un extensión de dos metros cuadrados de terreno.

Ángel tomó la iniciativa, y nos dijo algo que puso el vello de nuestras nucas erizado por completo. -No sé qué está pasando aquí, pero lo mejor es que nos vayamos porque me estoy mosqueando, y mucho- Esas fueron sus palabras, y creo que las únicas que dijo en todo el tiempo que volvimos caminando.

Estábamos todos tiesos como velas. Nuestros cuerpos se movían lentos y torpes, y no le prestábamos al camino la atención que merecía, por lo que nos desviamos del camino dos veces, aunque no por mucha distancia. En una de ellas, por culpa de nuestro error, tuvimos que atravesar un terreno rocoso de grandes piedras, con la dificultad que había ahora debido al cansancio de nuestros cuerpos.

Atravesamos con velocidad la Loma de los Bailanderos con un nerviosismo a flor de piel. Hasta a Rocco se le veía nervioso. Durante todo el trayecto había ido el primero, abriendo la fila que hacíamos con nuestros cuerpos, y de vez en cuando en segundo lugar, siguiendo a una distancia muy corta al que en ese momento estuviera en la primera línea. Pero después, tras el incidente con el cuervo, siempre iba a los pies de Fernando, además de que ahora, cuando había que saltar las grandes piedras, estaba deseando que Fernando le cogiera en brazos, cosa que antes, aunque se dejaba, no le hacía gracia, y lo demostraba llorando cada vez que su dueño le tendía los brazos.

Así, con el desánimo de las circunstancias mezclados con el cansancio y el aire de la sierra, llegamos por fin a la base de la Najarra. Había que atravesar aquella montaña de riscos que tanto trabajo nos había dado antes, con el aliciente añadido de los dolores y agujetas que teníamos algunos de nosotros.

Mis pies estaban molidos, y mi rodilla derecha comenzaba a advertirme que si la presionaba mucho durante el trayecto que me quedaba, iba a optar por dejar de funcionarme. Me dolía a horrores cuando la forzaba un poco, y encima las puntas de los pies, sobre todo el derecho me ardían sobremanera. Pero aun así, con el dolor que teníamos en nuestros músculos, comenzamos a saltar por entre las rocas cual Cabra Hispánica que busca resguardo para el invierno.

Tras un par de tropezones y un par de percances con los bastones, opté por guardar de nuevo los mismos, ya que en ese terreno, de nada me servían además de que me estorbaban, ya que no tenía las dos manos libres por si me fallaba algún punto de apoyo. Cada vez que saltaba alguna roca y tenía que dejarme caer, aunque solo fuesen unos pocos centímetros, una punzada de dolor subía por mi pierna izquierda desde la rodilla hasta la base de mi espalda, encogiendo mis músculos y provocando un pequeño quejido desde mis cuerdas vocales.

Llegados de nuevo a la cumbre, eran ya casi las seis y media, y el sol comenzaba a ocultarse por detrás de Cabeza de Hierro Mayor. Acelerando el paso en todo lo posible, me detuve un instante para poder coger algo de abrigo, ya que a pesar de que durante todo el día había estado el sol al descubierto, y con el trayecto siempre estábamos en una temperatura más que agradable, ahora con su ocultamiento, se había quedado tan solo el viento y el resplandor anaranjado del astro rey tras las montañas, y el frío se te quedaba adherido a la piel de los brazos y las manos, con un dolor profundo en los huesos.

Separándome del grupo un instante, dejé mi mochila en el suelo, y comencé a revolverla con celeridad, rebuscando en su interior el forro naranja que me había traido. Cuando lo encontré, me lo puse depisa y corriendo, anudé de nuevo la mochila, me la colgué a la espalda y volví a coger el camino. Mis compañeros se habían separado bastante de mi, y los tenía a una distancia de unos cien metros, por lo que tuve que acelerar el paso, acto que agradecieron mis pies regalándome una serie de pinchazos en la planta de los mismos, que yo tomé con gusto mediante una mueca de dolor.

Mientras iba acercándome a ellos, en un tramo en el que les perdí de vista al pasar por entre unas rocas, escuché un ruido a mi espalda, a lo lejos, y giré la cabeza para ver si vislumbraba algo. Evidentemente nada había allí excepto sombras, matorrales y piedras, muchas piedras. La esquizofrenia me estaba jugando malas pasadas, y yo aceleraba el paso cada vez más para dar pronto alcance a mis compañeros.

Cuando por fin giré por entre las rocas en los que había perdido de vista al grupo, los vi a todos parados, muy juntos. Parecía que estaban urdiendo un plan o algo parecido. Cuando llegué allí me sorprendió el ver que sólo estaban bebiendo agua y que estaban tan juntos debido al mismo miedo que a mi me tenía aterido desde hacía casi una hora. Todos, como yo, se abrigaron, y de nuevo seguimos nuestro camino, mirando cada vez más hacia atrás, por si acaso veíamos alguna señal de algo extraño.

Ya estábamos a escasa media hora del final de trayecto, y parecíamos indios en plena caza por los desiertos americanos; todos en fila india, uno detrás de otro y en silencio, como si estuviésemos en un entierro. Avanzábamos muy deprisa, sin casi pararnos a mirar dónde se encontraban los Itos. Con tan poquita luz era casi imposible reconocerlos entre tantas piedras, pero ya no le dábamos importancia, distinguíamos a lo lejos el final de la caminata, y con eso nos valía.

Al final nos cazó la noche. Eran las siete y sólo nos quedaban quince minutos para llegar a los coches y abandonar aquella sierra que nos había metido el miedo en el cuerpo. La Luna estaba en lo alto del cielo, iluminándonos el camino. Nunca había estado en una situación así, y jamás se me habría pasado por la cabeza el que la Luna fuera capaz de iluminar tanto en ausencia de cualquier otro foco de luz.

Miraba al cielo, y parecía el cielo perfecto para una película de terror. Aunque pensándolo mejor, tambien el ambiente era el idóneo, hasta el argumento. Un grupo de montañeros expertos, se encuentran regresando a sus vehículos despues de una dura jornada, cuando les sorprende la noche, entonces un monstruo proveniente de las más oscuras pesadillas de cualquier niño, irrumpe en su camino matándolos uno por uno, y dejando a sus pobres víctimas muertas y desangradas a escasos metros de sus coches.

Cuando ya estábamos llegando al aparcamiento, e incluso ya veíamos la barrera que en el principio de nuestro camino obstruía la entrada al monte, Rocco comenzó a llorar y en un estallido de aullidos de dolor, comenzó a correr hacia el coche, provocando en nosotros una tremenda estampida, y olvidándonos todos por completo del cansancio, y de las agujetas.

Estábamos a escasos metros de los vehículos, cuando un aullido, similar al que escuchamos a primera hora de la mañana, rompió el silencio de la noche.

Si pudiera expresar lo que en ese momento sintió mi cuerpo, estoy seguro que más de uno dejaría de leer esto que estoy escribiendo. Mis piernas empezaron a temblar, y mi boca, seca que estaba ya de la carrera que me había pegado, tenía un sabor metálico desgradable. El vello de mi nuca se erizó, y sentí como mis esfínteres se retorcían de miedo al escuchar ese sonido. Miré a mi alrededor, y pude observar como mis compañeros y amigos se encontraban como yo, absortos con el sonido, y con una mueca de terror en sus rostros.

Decidimos que lo mejor era irnos de allí, y rápido. Guardamos nuestras mochilas en los maleteros, nos despedimos cada uno de los demás a toda prisa, y arrancamos los coches, dejando atrás la Sierra de Guadarrama y todos sus secretos a merced de la Luna Llena, que aun se encontraba arriba en el cielo iluminando la serranía.

Lamadme paranoico, pero mientras bajábamos por la oscura carretera, solo iluminada por los faros del coche, hubo un momento en el que cuando las luces encendieron una de las zonas llenas de maleza del lado derecho de la carretera, me pareció ver como un brazo enorme y lleno de pelo acabado en monstruosas garras, apartaban unas ramas, y su imagen desaparecía de mi retina, al apartar el coche las luces de esa zona.

Tras el trayecto hacia Alcorcón en el coche, y ya parados en la barra de un bar de la zona con unas cervezas en la mano, Ángel y yo hablábamos de lo duro que había sido el camino, y de lo estúpido de nuestro comportamiento al dejarnos llevar por el pánico. Unos adultos hechos y derechos, corriendo por una carretera detrás de un perro aterido por el miedo, y metiéndose en los coches como si una bestia los estuviera persiguiendo. Nos habíamos dejado llevar por el miedo.

Acordamos no contar nada de esto por miedo a que se rieran de nosotros y nos despedimos en la boca de Metrosur de Parque de Lisboa. Bajé por las escaleras mecánicas y ya dentro de la estación saqué el billete hacia El Casar, donde tendría que sacar otro de tren para hacer transbordo hasta mi casa en Valdemoro.

Mientras iba en el metro leyendo el libro que había llevado conmigo, iba recordando todo lo que nos había pasado, y la risa se apoderó de mis pensamientos. No podía parar de reirme, y la gente me miraba como si estuviera loco. No entendían donde estaba la gracia. No sabían si era por algo que hebía leido en el libro, si me estaba riendo de alguno de los que estaban en el vagón, o simplemente que el chaval de la enorme mochila y la ropa de montaña, estaba como una puta cabra.

El caso es que tras un trayecto de una hora y media, y setenta páginas de Eldest, llegué a mi casa con una sensación de triunfo similar a cuando coronamos aquella tarde la Cabeza de Hierro. Mi novia me esperba en el sillón, con una sonrisa en la cara. Le di un beso en los labios, que por cierto me supo mejor que cualquiera de las cosas que me había tomado aquel día, y me preguntó por mi experiencia. No hace falta decir que la historia del aullido la omití por motivos obvios.

Tras ver entre los dos las fotos de la excursión en la cámara, me desnudé y me metí en la ducha, que mi chica había llenado para que me diera un buen baño de agua caliente. Mientras estaba allí relajado y sumergido en el agua tibia, me asustaba al pensar en lo real que había sido aquella experiencia, y en lo primitivos que pueden llegar a ser los actos de las personas cuando se ven atenazados por el miedo.

Mi novia apareció por entre las cortinas de la ducha para informarme de que se acostaba, ya que aunque eran las diez y media de la noche, ella tenía que ir a trabajar hoy Domingo. Le dije que muy bien y que en un rato me acostaría yo tambien. Pasados unos minutos, salí de la bañera, y empecé a temblar, aterido de frío. Estaba helado y los dientes me castañeteaban de puro temblor. Me sequé rápidamente y me afeité para a continuación recoger el baño y prepararme un buen vaso de leche con cacao.

Frente a la tele y a oscuras en el salón, puse las fotos en la Playstation 3 que me había regalado mi novia, y observé cada una de las imágenes que había tomado. Nada. No había ninguna imagen digna de enviar a algún especialista de fenómenos paranormales. Aun tenía la esperanza de que apareciera en alguna de las diapositivas una imagen de esas que no se ven cuando estás tomando la foto, y luego al revelarla, aparece ahí, frente a ti, sin ninguna explicación aparente.

Tras el fiasco con las fotos, apagué el televisor, y me fui a la cama. Me costó dormirme, ya que sentía que mi temperatura corporal era algo elevada, y ahora mismo pienso que lo que pasó es que me subieron unas décimas de fiebre. Me he pasado toda la noche dando vueltas en la cama, inquieto, y así me lo ha dicho mi novia cuando a las seis de la mañana se ha ido a trabajar. Después de esto, no he podido dormir y me he tenido que levantar a escribir esto.

Esto es todo lo que me pasó ayer mismo, y ahora que estoy aquí, plasmando lo acontecido, siento que la experiencia ayer vivida, no se me olvidará jamás y siempre estará grabada a fuego en mi cerebro.

El qué sucedió realmente, es algo que nunca lograré averiguar.

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