A los dieciseis años, decidió que quería ingresar en el ejército, ya que estaba harto de que su pueblo fuera continuamente insultado por Occidente, y decidió defender a su pais en la inminente guerra que se estaba preparando contra China por aliarse con ellos y ahogar la economía japonesa, mediante la paralización de envíos petrolíferos a sus tierras, algo que podía provocar mas pobreza y muerte a sus hermanos.
Se alistó en el ejército, y se unió al escuadrón aéreo, cumpliendo así sus dos sueños, defender su patria como un verdadero Samurai, y pilotar uno de esos aviones que tanto le habían fascinado desde pequeño.
En pocos meses, Ichiwa era el mejor piloto de la flota japonesa, y por ello, fue enviado a una inminente misión a bordo de su avioneta, a la que llamó Kichiemón, en honor a aquel que fue condenado a relatar lo sucedido en la batalla de los cuarenta y siete ronin, y único superviviente de aquellos, todos ellos muertos mediante el Seppuku.
Hacía diecisiete minutos que Ichiwa vagaba en silencio a bordo de avioneta, tan solo acompañado por el Yari de su abuelo, y su suave envoltorio de seda. Ya estaba amaneciendo, y su vista se fijó en el horizonte, avistando con facilidad el objetivo de su misión.
A su alrededor, otros 353 valientes japoneses, pilotaban su avión con destino a una muerte segura. Pero no importaba, el honor de su nombre estaba en juego, y sobre sus hombros recaía la pesada carga de librar a Japón de las ataduras del capitalismo occidental, y estaba decidido a cumplir como fuera con sus órdenes.
Su avión, como todos los demás, estaba cargado con cientos de torpedos de penetración de blindaje, recientemente diseñados por la inteligencia japonesa, tan solo para la utilización en esta misión. El plan era sencillo, una primera oleada de 183 avionetas atacaba las bases de Oahu, y los restantes, comandados por él mismo y aprovechando la confusión del ataque sorpresa, atacarían sin contemplaciones en Bellows Field y Ford Island, destruyendo todos los submarinos y naves posibles allí atracados. La sorpresa y la planificación, era algo que los samuráis desde tiempos remotos habían dominado con absoluta maestría.
Eran las 07:53 de la mañana cuando comenzó el ataque. Miles de bombas comenzaron a caer en barrena, sin que los portaaviones enemigos y la flota aérea rival tuvieran tiempo de defenderse. En ese momento Ichiwa, besando su Yari, paladeó el sabor de la batalla impregnado en sus genes desde tiempos inmemoriables, haciendo que su cuerpo se pusiera tenso como el bambú. Apretó fuertes sus manos a los mandos de la avioneta, y con un giro de muñeca, su avión se precipitó hacia la derecha, seguido por otros tantos aviones con la misma valentía y determinación con la que Ichiwa se había mentalizado antes de partir.
Sobrevoló las defensas del enemigo y abrió sus compuertas con el armamento alli almacenado. La mitad de la carga se desplomó en picado en dirección a un gran portaaviones con treinta y cinco avionetas posadas en su cubierta. En cuestión de segundos, unas llamas gigantescas brotaban hacia el cielo, y cientos de personas caian por los lados de la nave para escapar de las abrasadoras llamas.
Uno de los portaaviones había escapado al ataque inicial, y estaba respondiendo con municion antiaérea, derribando cerca de veinte aviones colocados alrededor de su posición. Haciendo caso omiso de la cercanía de los disparos, dió media vuelta y avistó su objetivo, dos submarinos que comenzaban con su labor de inmersión.
Ichiwa, decidido e inmerso en su objetivo, ascendió unos cientos de metros, y se dejó caer en picado, seguido de otros treinta aviones que iban dejando caer su mortífera carga sobre los perplejos enemigos, que por un error garrafal en su cadena de mandos, no habían sido capaces de evitar el ataque sorpresa de los japoneses. Ocho meses atrás, un embajador japonés en Estados Unidos, dió aviso a los americanos de un posible ataque a la base americana, pero estos, enfrascadaos en sus propios planes de guerra, ignoraron la advertencia, obviando la capacidad de ataque de la flota aérea japonesa.
El Kichiemón seguía destruyendo objetivos, mientras su piloto esquivaba con verdadera maestría los ataques desesperados del enemigo, que seguían sin creerse lo que estaba sucediendo.
Ichiwa, que había gastado ya la tercera parte de su carga, y que sabía que el último intento sería harto complicado, volvió a virar la nave y observó lo que le rodeaba.
De la flota que había partido con él, tan solo quedaban cerca de dieciocho aviones, muchos de ellos sin torpedos a bordo, y esquivando a duras penas las acometidas de la resistencia. Miró lejos de la costa, y vió como ocho destructores en formación de triángulo, descargaban sus morteros sobre la costa, destruyendo las comunicaciones del puerto. Otros dos acorazados y dos bombarderos, todos ellos avanzando sobre el mar azul, seguían lanzando torpedos desde sus sótanos, haciendo mella en los barcos del enemigo. Las cuatro naves habían sido alcanzadas, y un humo negro como el carbón, se alzaba hacia el cielo, haciendo mas fácil el acierto de los aviones contrarios.
Todo era destrucción y muerte, pero a Ichiwa ya nada le afectaba, sabía que el honor le iba a llegar de un momento a otro, por lo que echó la vista al frente y seleccionó su objetivo. Un pequeño barco amarrado en el muelle, y que estaba causando estragos contra los atacantes nipones, derribando muchos aviones con tan solo veinte o treinta hombres. Se decidió, ató a su frente la cinta con el nombre de la familia que le había bordado su madre antes de morir, y se lanzó sin miedo hacia los integrantes de aquella nave. Esquivó, uno, dos, tres ataques de mortero, y su primer intento por colocarse sobre ellos falló, provocando que su avioneta diera varias sacudidas al intentar esquivar el aparato de radar del barco. Volvió a alejarse de allí, giró trescientos sesenta grados, y volvió a atacar a los desdichados soldados norteamericanos, que corrían como locos sin saber donde ponerse para defender mejor sus barcos.
Hace 1 semana
Apasionante forma de relatar la batalla, ahora mismo me leo la ultima parte
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