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domingo, 1 de noviembre de 2009
Un día de montaña -Parte 1-
Ayer, me fui de casa muy temprano preparado para vivir una aventura inolvidable. Mi intención era realizar la famosa Cuerda Larga de la Sierra de Madrid. Una caminata que empieza su recorrido en el Puerto de La Morcuera, y finaliza en el Puerto de Navacerrada. Pero el plan era salir desde la Morcuera, coronar la Cabeza de Hierro Mayor, una pequeña cumbre de dos mil trescientos ochenta y tres metros, y volver sobre nuestros pasos, ya que tendríamos aparcados los coches en el lugar de la Salida.
Por la mañana, cuando me levanté, los nervios afloraban en cada uno de los ángulos de mi rostro. Nunca había hecho algo así, coronar una cumbre tan alta. Es cierto que para los expertos en senderismo, esta ruta es más bien facilona, pero la verdad era que mis pies tan sólo habían realizado cuatro salidas a la montaña para realizar alguna ruta larga, por lo que la perspectiva de hacer un camino que en principio se presentaría duro, le daba a mi cara un rictus de lo más gracioso.
Comencé a prepararme la mochila, echando los utensilios más importantes para hacer el camino lo más cómodo posible. Abrigo, camiseta y botas de cambio, calcetines, agua, bebida y barritas energéticas, vendas, un frontal para por si acaso nos sorprendía la noche, y, como no, el almuerzo.
Salí temprano de mi casa, a eso de la seis y media de la mañana. Cogí el tren y abrí el libro que me estaba leyendo, la segunda parte de Eragon y me acomodé en el asiento. Para mi desgracia, y gracias a mi despiste, al llegar a El Casar y coger el Metrosur, me equivoqué de trayecto, y en vez de cogerlo en el sentido apropiado, lo cogí en el contrario, por lo que llegué a la cita tarde. Después de llegar a Alcorcón, donde había quedado con uno de los miembros de la "Expedición", nos metimos en su coche y nos dirigimos hacia el norte de la provincia madrileña, a unos sesenta kilómetros de nuestra posición, para encontrarnos allí con los otros cuatro integrantes excursión.
Al llegar al aparcamiento del Puerto de la Morcuera, dos de nuestros compañeros estaban allí esperándonos, divirtiéndose a su manera: Uno de ellos le tiraba al otro una piedra, y el segundo corría como un poseso a por ella, para traérsela y, de nuevo comenzar con el juego. Nuestros dos juguetones amigos se llaman Fernando y Rocco, el perro de este y con diferencia, el más valiente de todos nosotros.
Despues de los saludos de rigor, y tras un rato hablando de lo dura que podía ser la ruta, me percaté de que Fernando iba en pantalón y manga corta, cosa que me impresionaba, ya que yo llevaba mi pantalón largo y mi camiseta térmica junto a mi forro polar, y me temblaban todos los huesos del cuerpo. Hasta Rocco se sobresaltaba cada vez que se acercaba a mi, debido al castañetear de mis dientes, ateridos por el aire frío de la mañana.
Por fin, y con cuarto de hora de retraso, aparecieron los otros dos miembros de la expedición, Suso y "Cielito" (una broma de mi novia, de la que son todos compañeros de trabajo) con su característico humor de pueblo (mis respetos para todos aquellos que se sientan identificados con los personajes). Tras sacar todo el material de sus maleteros, y guadar las barras de pan en las mochilas, cerramos los coches y nos encaminamos a través del asfalto de la carretera hacia el campo abierto, a unos cien metros de allí, y que limitaba el paso de los coches mediante una barrera de hierro, como un paso a nivel.
El día era estupendo. El sol era radiante por encima de nuestras cabezas y aunque el aire que venía del norte, impregnaba nuestro cuerpo de frío, al cabo de diez minutos me tuve que quitar el forro polar porque me estaba achicharrando dentro de él como un pollo en el horno.
Mientras caminábamos por aquel paisaje, mis pies respondían perfectamente, a pesar de que las botas que llevaba no tenían todavía muchos kilómetros bajo sus suelas, lo que hacía que aun no estuvieran domadas del todo y me hicieran un poco de daño en la parte trasera del tobillo.
Las risas y el jolgorio inundaban nuestra caminata. Mientras íbamos uno detrás de otro siguiendo el sendero por entre las piedras del camino, el verdadero líder de la excursión, Rocco, hizo uso de su digna posición, colocándose en primera línea, y nos guió durante todo el trayecto, de principio a fin del mismo.
Rocco era un pequeño Fox Terrier de color negro, con trece años a sus espaldas. Su dueño, Fernando, se lo llevaba todos días a caminar por la céntrica Casa de Campo madrileña y en casi todas sus excursiones a la montaña, por lo que el fondo físico del perro, era claramente superior al mío, con mucha diferencia.
Por fin, despues de un buen trecho caminando por terreno llano, comenzó la primera de las subidas. El terreno era bastante pedregoso y salpicado de numerosas jaras y retamas y cada dos por tres teníamos que serpentear debido a la cantidad de las mismas que crecían por entre el camino.
El comienzo de la subida, no resultó muy duro, ya que nuestros pies aun se encontraban oxigenados y llenos de vida, y el cansancio aun no se había apoderado de nuestros cuerpos, por lo que afrontamos el primer ascenso con una sonrisa en los labios y con unas risas que se vieron agradecidas por los ladridos del líder.
Mientras subíamos hasta los dos mil ciento diecinueve metros de la cumbre de La Najarra, la pared de la misma quedaba a nuestra izquierda, mostrando un hermoso contraste de amarillos y verdes sobre la superficie blanca de la piedra que predomina en aquella zona. Al mirar hacia arriba de la pared, un grupo de enormes piedras coronaban la salpicada superficie de vegetación, y al fondo de esta, pudimos observar como unos cinco caballos de color marrón y otro más pequeño de color gris oscuro se alimentaban de la vegetación mientras de vez en cuando, realizaban mordaces miradas hacia la base del monte, donde nos encontrábamos nosotros, supongo que por si a alguno se nos ocurría romper la paz de su tempranero desayuno.
Pero no fuimos nosotros los que rompimos su aparente tranquilidad. De repente, y proveniente de algún lugar que no supimos distinguir, algo parecido a un aullido, pero mucho más agudo y escalofriante, rebotó contra el muro de roca y se metió por entre nuestros oidos, provocando una mirada de asombro entre todos nosotros. Ángel, experto montañero que ya ha coronado cumbres como el Annapurna en la India, el Kilimanjaro y el Meru en Tanzania o el Atlas en Marruecos, además de muchos otros picos españoles, nos miró a todos evidenciando que aunque en las cosas de la montaña tenía aun mucho que enseñarnos, esa voz animal no la había escuchado nunca, a pesar de haberse encontrado frente a bestias salvajes como guepardos o gorilas en las alturas de Tanzania.
Los caballos, ateridos por el miedo, rompieron a correr en todas direcciones mientras nosotros nos mirábamos los unos a los otros, y Rocco no paraba de ladrar en todas direcciones. Nos costó un buen rato calmar al perro, ya que el sonido le había cogido de sorpresa a él también y le había puesto bastante nervioso.
Despues de un buen rato mirando en todas direcciones en busca del origen de aquel extraño sonido, y de discutir entre nosotros sobre qué animal pudo ser el causante de aquel infernal sonido, no nos pusimos de acuerdo. Al final, y mas por acabar la discusión que por llevar razón alguna, determinamos que debido a la acción del viento, la pared de roca, y el extremo silencio que roza aquella zona, todo ello junto provocó aquel extraño sonido.
Mas calmados despues del susto, y despues de un largo ascenso, por fin encumbramos La Najarra. Aprovechamos el momento para beber un poco de líquido y echar unas fotos de la maravillosa vista que teníamos desde la cumbre. Aunque había un poco de niebla en la base de la Sierra, la vista era preciosa. Los pueblos de alrededor se veían como pequeñas maquetas de madera y ladrillo y el cielo y las nubes eran dignos de retratar con las cámaras que portábamos.
Despues de recrearnos con los bonitos paisajes de nuestro alrededor, nos encaminamos hacia la segunda cumbre, que se veía desde nuestra posición y no parecía muy difícil de ascender viendo lo que habíamos conseguido hasta el momento.
Pero cuando nos encaminamos hacia la siguiente cota, cuál es nuestra sorpresa al descubrir que la meseta en la que nos encontramos, está repleta de Cabras Hispánicas de todo tipo, machos, hembras, jóvenes... Los machos, con unos cuernos impresinantes eran los que mas seguros se encontraban en nuestra presencia. No se llegaban a acercar a nosotros, pero si nosotros no les hacíamos nada, permanecían quietos, pastando a su ritmo como si nadie les molestara en su plácido almuerzo.
Tras dejar a las "Cabras Pyrenáicas Victoriaes" mirándo como nos alejábamos de la zona, proseguimos nuestro camino, no sin antes esperar a que el jefe de la expedición les dijera a las mismas mediante ladridos, que no le parecía buena idea eso de que pacieran allí tan tranquilas, sin ni tan siquiera tenernos un poco de respeto. Cuando consiguió espantarlas, nos dio permiso para continuar. La verdad es que no sé qué habríamos hecho sin Rocco.
Seguimos nuestra ruta, y un par de cuervos de un tamaño nada pequeño nos acompañaron durante un buen rato amenizándonos el sendero con sus horripilantes graznidos. Era curioso ver cómo buscaban las corrientes de aire y se quedaban suspendidos mientras sus alas se extendían en toda su longitud hasta que lograban posarse en las rocas del suelo.
Por fin llegamos a la siguiente cota, la Cima de los Bailanderos, no sin antes haber pasado un buen rato divertido con Rocco. Para subir a la cima, hay que hacerlo a través de un buen puñado de riscos de color blanco, salpicados de unos líquenes de color amarillo, que en la distancia tornan a la montaña de un color arena muy característico. Durante unos diez minutos hay que ir abriéndose paso a través de las enormes rocas, saltando entre ellas como si de Cabras Hispánicas nos tratásemos. El pobre Rocco, estaba recién salido de una operación de artrosis en las patas traseras, y aunque él lo intentaba, la separación entre las rocas provocaba que no fuera capaz de saltarlas, haciendo infructuosos los intentos por avanzar por la pedrera. Cogiendo con un brazo a Rocco y con el otro los bastones, nos abrimos paso entre el pedregal, hasta por fin llegar arriba, para después de dos minutos de camino, volver a descender por otras rocas como las anteriores.
El camino hasta aquí había sido fácil, con todo el sendero marcado por señales pintadas en las rocas en forma de bandera de color rojo y blanco. Le pregunté a Ángel qué significaban esas señales, por qué esos colores, y me contestó que esos dibujos marcaban que esto que estábamos recorriendo era una Gran Ruta Senderista, y que las Pequeñas Rutas, se marcaban con señales similares, pero en vez de rojo, se usaba el color verde. Al pasar entre las rocas, había trozos en los que no se veían los colores, y en esos casos las señalizaciones eran marcadas por "Itos", una pila de pequeñas piedras acumuladas sobre grandes rocas y a la vista que iban marcando el camino a seguir. El problema era que entre tanta piedra, a veces perdías la perspectiva del cerca-lejos y los Itos desaparecían como si estuvieran camuflados.
Por fin salimos de aquel laberinto de rocas, y comenzamos a descender por un camino bien marcado por las miles de piernas que habían pasado con anterioridad por allí. Mientras íbamos caminando en soledad por aquella zona de la montaña, venían a mi cabeza imágenes de los antiguos pastores y amantes de la montaña, en la época medieval, ataviados con simples alpargatas y ropas de abrigo de lo mas burdas, atravesando esas mismas cimas, y me maravillaba al pensar la resistencia que podrían tener para aguantar tales caminos y con unos medios tan limitados.
Nos estábamos acercando a nuestro objetivo, la Cabeza de Hierro Mayor, y ya la divisábamos a lo lejos cuando un movimiento por nuestro costado derecho llamó la atención de todos nosotros. El ruido de la maleza al ser atravesada por algún animal mientras se roza con la misma, levantó las orejas de Rocco, que sin pensárselo, corrió tras el origen del sonido. Fernando llamó a gritos al Fox Terrier, pero claro, como éste era el jefe, pasó de él y se perdió entre las jaras.
Mientras nos acercábamos al origen de aquel ruido, Rocco apareció por entre los hierbajos con las orejas tiesas de satisfacción y mirándonos con la cabeza ladeada, como preguntándose qué hacíamos desviándonos del camino. Cuando llegamos donde se encontraba, encontramos el origen del sonido. Una pequeña cabritilla esta desparramada en el suelo, con el abdomen abierto y dejando ver sus tripas. Aun se encontraba caliente, y de la zona estomacal salía un pequeño vaho debido al contraste entre lo ardiente de sus vísceras y el frescor de la mañana. Su cuello estaba roto en una postura un tanto extraña, por lo que supusimos que el animal habría tropezado en alguna roca y había provocado su caida en la montaña.
Lo extraño de aquello era el cómo había llegado hasta allí, ya que nos encontrábamos a unos cuatrocientos metros de la formación rocosa anteriormente descendida. Intenté buscar el origen de la caida, oteando el horizonte, hasta que encontré a unos cien metros una pequeña formación rocosa compuesta de grandes pedruscos de caliza, por la que una pequeña cabra inexperta podría haber perdido el equilibrio.
Mientras los cinco mirábamos absortos la injusticia de la Naturaleza, un batir de alas a escasos metros de nosotros provocó un respingo en nuestros cuerpos, concentrados en la muerte del animal. Un cuervo se había unido al festín, y sutilmente nos estaba pidiendo un poco de intimidad.
La verdad es que llevábamos un día digno de contar a nuestros amigos, pero aun nos quedaba la subida a Asómate de Hoyos y nuestro lugar de coronamiento de la excursión, la cima de Cabeza de Hierro Mayor.
Tras parar un momento y darle un par de tragos a la bota de vino de "Cielito", mi cuerpo notó como el sabor especiado del líquido bajaba por cada una de mis articulaciones y me daba nuevas fuerzas para emprender el camino que nos quedaba. Comenzamos de nuevo a andar, y en un breve espacio de tiempo, nos encontrábamos a dos mil doscientos cuarenta y dos metros de altura, mi tercer dos mil desde que había nacido.
Mi orgullo crecía a cada metro que íbamos subiendo, y mi cabeza soñaba con la subida de picos más difíciles y complicados como el Almanzor, el Monte Perdido o incluso el Mulhacén, en Sierra Nevada. ¿Quien sabe? Pensaba. Mis compañeros de trayecto no bajaba ninguno de los cincuenta y cinco años, y eran capaces de realizar estas proezas como el que baja al súper a por una barra de pan, mientras que yo, con veintinueve años, y aunque un poco tarde para comenzar con esta nueva aficción, estaba comenzando a sentir un poco de dolor e mi tobillo derecho, pero con un poco de entrenamiento y esfuerzo, me veía capacitado para seguir llevando este hobby a cotas más altas, nunca mejor dicho.
A cada cima que subíamos, la vista era más hermosa. Los contraluces que provocaba el sol al quedarse tras la nubes, creaban un aura fantasmagórica en la base de las montañas y parecía sacar de un cuento antiguo aquellos preciosos paisajes. Desde donde nos encontrábamos, por fin pudimos distinguir la visión de nuestro objetivo, Cabeza de Hierro Mayor.
Nos quedaban más o menos unos tres kilómetros para alcanzar la cumbre, pero antes teníamos que atravesar la extensión de piedras llamada Loma de Pandasco, que separaba las dos cimas mediante esa distancia.
Reemprendimos el camino, y mis piernas ya me iban advirtiendo que si bien, iba a ser capaz de alcanzar la cima, la vuelta no iba a ser nada fácil, ya que a mi, y no sé si a otros les pasará lo mismo, lo que realmente me costaba no era realizar las ascensiones, sino todo lo contrario. Los descensos me costaban un sufrimiento, ya que al bajar las laderas, mis dedos de los pies tocaban con la punta de las botas y provocaban un dolor muy intenso que me atenazaba los músculos de las pantorrillas. Y precisamente cuando llegáramos a la base de la montaña para comenzar su ascenso, tendríamos ante nosotros una pendiente bastante pronunciada, que luego habría que bajar.
Despues de casi una hora caminando y parándonos de vez en cuando a esperar a Suso y a "Cielito" que siempre iban rezagados y de pasar entre las rocas con el jefe en brazos, llegamos a la base de Cabeza de Hierro. La imagen era, desde el punto de vista de un inexperto como yo, aterradora. Cuelquier montañero acostumbrado que lea esto, pensará que estoy exagerando, pero nada más lejos de la realidad. Visto desde mi posición, era como una enorme cuesta empinada de más de trescientos metros en la que no entendía cómo las rocas no comenzaban a caer por la pendiente debido a su inclinación.
Para dar muestra de lo difícil que sería el afrontar su subida en línea recta, el sendero marcado ascendía en zig-zag, para favorecer a las piernas y no obligarlas a ir de contínuo en el sentido contrario al descenso.
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