miércoles, 17 de marzo de 2010

Desde el otro lado. Entrada XXXI

Otro día mas sin nada que contar, solo que parece que el temporal de frío no tiene intención de amainar, y que todos los días tengo que subir al tejado a quitar la nieve acumulada encima de mis paneles solares. No recogen mucha energía, pero me están dando un trabajo atroz.

Acabo de terminar de desayunar. Unos copos de avena mezclados con leche en polvo. No podéis haceros una idea de lo que han cambiado mis hábitos alimenticios desde que empezó esta vida de pesadilla. De no gustarme las verduras ni la mayoría de las cosas que crecían en el campo, a pasarme prácticamente todo el día cuidando las plantaciones que tengo de ellas, y por supuesto, alimentándome de ellas. Son mi sustento junto con las latas de conserva que tengo almacenadas.

Os podríais asustar si viérais mi despensa de comida. No me gusta alardear, pero es cierto que si cualquiera descubriera dónde estoy escondido, mataría por tener acceso a la quinceava parte de lo que tengo aquí guardado. Mi fanatismo por las lecturas de novelas sobre mundos apocalípticos, me empujaron a lanzarme al supermercado y saquear todas las conservas que encontraba. Primero fui a por las carnes, que eran las que me gustaban, pero al final dejé de hacerle ascos a las verduras y hortalizas, y comencé a reunirlas de manera indiscriminada. No sé cuantas latas tendré, pero sin llegar a exagerar, os aseguro que si tuviera acceso infinito a agua potable desde aquí, podría vivir sin alimentarme nada más que de latas de conserva durante mas de dos años. Dos de los pisos del bloque en el que vivo, están abarrotados de ellas. Y aun sigo encontrándolas y guardándolas.

Bueno, ya que no tengo nada importante que reseñar de estos dos últimos días que llevo aquí encerrado, seguiré contandoos lo que sucedió allí fuera, cerca del impacto.

Partimos de noche, como los otros dos días anteriores. Como ya os he dicho, el miedo a ser descubierto de día, y la poca confianza que tenía en aquella muchacha rubia embutida en un traje de neopreno y con un machete abrazado a uno de sus muslos, me obligaba a caminar sólo de noche y a aminorar mi marcha.

Tardamos una noche entera en llegar a la zona cercana al cráter. Era enorme. El agujero debía tener alrededor de mil quinientos metros de diámetro, y la profundidad, la verdad es que no sabría decirlo, pero unos doscientos o doscientos cincuenta metros. Era alucinante. Alrededor de la zona, todo estaba chamuscado y un olor acre subía hacia nosotros, que tuvimos que taparnos la boca y la nariz con un trapo improvisado, ya que era imposible respirar sin que nos dieran náuseas.

En el centro del agujero, una masa carbonizada, aun seguía expulsando algunas llamas y humo a la atmósfera, pero la mayor parte del incendio había sido sofocado por la lluvia que caía en los dos últimos días. Desde nuestra posición, no se veía lo que había caido, pero una vez llegado hasta allí, podíamos afirmar que aquello no era un meteorito. Lo que estaba allí tirado, fuera lo que fuera, había sido construido por unas manos. No sabíamos si humanas o no, pero lo que estaba claro es que aquello, desde nuestra posición y con nuestros ojos, no parecía natural, sino artificial. La respuesta a por qué creíamos eso, no os la puedo dar, ya que no la sé, pero supongo que sería por los numerosos trozos de aquella cosa que habían por todos lados. Pedazos metálicos de color blanco ennegrecido por culpa de la explosión del impacto.

Eran casi las siete de la mañana cuando llegamos al borde de aquel abismo, por lo que decidí buscar un sitio donde pasar el día, hasta que volviera a anochecer. El sol estaba a punto de salir, y nuestras figuras, en aquel erial de devastación, podrían ser reconocidas desde muy lejos, recortadas en el horizonte con el anaranjado fondo tras de nosotros.

Durante las horas que caminaba con aquella mujer, tengo que reconocer que no hablaba mucho con ella. Intentaba entablar conversaciones conmigo, sin mucho éxito claro, pero es que yo no sabía como responderla con sinceridad, sin poner en peligro mi ubicación en la ciudad. Mi casa era objeto de deseo de varias personas, entre ellas los asaltantes del supermercado de al lado de mi escondite, y seguramente querrían darme caza para vengarse de su amigo desaparecido. Lo que desconocen es que yo sé donde se encuentra muerto y enterrado.

Ella, al ver que yo no la contaba muchas cosas, simplemente se pasaba las horas callada, caminando delante mía y resoplando cada pocos metros, debido al cansancio que acumulaba. Me contaba cómo había sido su vida antes de la guerra. Trabajaba con ancianos en una residencia en Leganés. Era asistente sanitaria, y llevaba ya varios años trabajando allí. Vivía sola en un pequeño piso gracias a que su último novio decidió cortar la relación de manera unilateral sin ningún motivo aparente. Quedaron como amigos, se llevaban muy bien, pero evidentemente, nada era como antes. Acabaron por alejarse por completo el uno del otro hasta que ella comenzó a vivir sola en el piso al que él renunció.

Cuando por fin se había adecuado a la vida en soledad en aquel pisito de soltera, estalló la no-guerra. Los bombardeos derrumbaron la mayoría de los edificios de la zona donde vivía, y el caos se apoderó de la situación. Logró sobrevivir gracias a que cerca de donde estaba su casa, había un supermercado que se había librado de los ataques. Por la noche reunía todo lo que podía, y se lo llevaba a su escondite, que no era otro que el piso donde había estado viviendo los últimos meses. Saqueba los bloques de pisos que aun se encontraban en pie, llevándose todo lo que encontraba al mismo lugar. Así estuvo durante dos años, hasta que decidió abandonar la zona en la que se escondía por motivos que no me quiso contar.

Pero aquello que no me quiso contar, lo adiviné yo solo por motivos inesperados, y que el azar quiso que aparecieran frente a mi mente. Aquella chica, siempre escondía una de sus manos, y a mi me intrigaba mucho la razón.

Esa noche, al borde del cráter, habíamos encontrado una zona en la que en época de paz, debió de haberse comenzado una gran obra de urbanismo en medio de la nada. El sur de Madrid, siempre abierto al campo, estaba en los años ochenta rodeado de tierras de cultivo y huertas. Pero en los años noventa, con motivo del boom inmobiliario, muchos constructores se embarcaron en la construcción de miles de viviendas en zonas completamente despobladas, por las que ni siquiera pasaba una carretera de tierra. En cuestión de diez años, todos los pueblos de aquel territorio, habían aumentado su terreno y su población casi el doble, arrebatándoselo al entorno natural. Pero entonces llegó la crisis del 2009, y la mayoría de las obras urbanísticas se vieron obligadas a ser paralizadas. Esta era una de ellas.

Nos metimos dentro de unos tubos de hormigón que habían apilados en medio de aquella explanada y que habían sobrevivido a la explosión del impacto. Tapamos los dos extremos con piedras y maderas para eliminar la posible visión de nuestro fuego en la lejanía, y comencé a cocinar unas latas de albóndigas con tomate que llevaba en el macuto. Fue entonces cuando sucedió. Ella alargó la mano izquierda para mover las ascuas de la hoguera que habíamos encendido, y pude observar por primera vez sus dos manos. Aferraba el palo de madera con el que movía las brasas con tan solo tres dedos. Los otros dos habían desaparecido desde la palma, el índice y el meñique. Fue entonces cuando caí en la cuenta.

Le pregunté qué le había pasado en esa mano, y ella la retiró de inmediato, escondiéndola dentro de su traje de neopreno. Me miró a la cara, pero no me dijo nada, simplemente me miraba fijamente. ¿Ida? Le pregunté en voz baja. El súbito cambio en su expresión contestó a mi pregunta. Yo conocía a aquella mujer. No personalmente, pero la conocía. Hacía mucho tiempo que había hablado con ella, pero nunca la había visto. Tan solo conocía su voz, pero ésta había desaparecido de mi memoria.

Ida era aquella muchcha indefensa que se había quedado sola en una ciudad llamada Getafe, y por culpa de unos asquerosos energúmenos que la habían violado y ultrajado, había abandonado su lugar de descanso habitual, y lo había cambiado por un ambulatorio saqueado y derruido. Era la chica que hacía unos meses se había puesto en contacto conmigo para informarme de que tenía miedo de haberse quedado embarazada de alguno de aquellos indeseables, y que en la noche que había pasado en aquel ambulatorio derrumbado y poblado de todo tipo de alimañas, mientras dormía, una de sus manos había sido devorada por las ratas. Era la misma chica que lloraba desconsolada por miedo a traer una nueva vida a este mundo, y que me pedía un poco de ayuda en forma de palabras.

Y ahora la tenía allí frente a mi, mirándome con cara asustada, y con su mano derecha aferrada a su machete y apuntándome a mi con él, temblando de miedo ante la sorpresa de que un deconocido hubiera adivinado su nombre.

Le expliqué quien era yo, cómo la conocía. Y se echó a llorar. No puedo negar que aquella situación me revolvió el estómago y me quitó el hambre por completo. La casualidad, por primera vez, la había favorecido, y ella lo había asimilado. Soltó el cuchillo y se abalanzó a mis brazos.

Allí se quedó dormida, con sus brazos agarrados detrás de mi cuello y con sus ojos húmedos de lágrimas. El cansancio la dejó abatida sobre mi, y yo, por miedo a despertarla, me quedé tambien dormido, apoyado sobre la pared redonda de hormigón. Desperté un par de veces, en las que me dediqué a alimentar el fuego con unas pocas maderas secas que habíamos acumulado en el momento de la acampada. Después de eso, el sol comenzó a caer e Ida despertó sonriente, llena de vida ante la nueva perspectiva que se le había presentado.

No hay nada más que añadir a aquel día, aparte de decir que me alegré mucho al ver que su tripa estaba lisa como la baldosa de mármol de una cocina y que, evidentemente, no se había quedado embarazada finalmente. Nos comimos las albóndigas recalentadas en silencio, y levantamos el campamento.

En cuanto la luna salió por entre las nubes, nos encaminamos a descender por el oscuro cráter con la perspectiva de encontrar algo valioso en el centro de aquel agujero.

Como siempre, os dejo con la miel en los labios, pero tengo que irme a comer. Más tarde os seguiré contando mi apasionante aventura y el encuentro con aquello que vino del espacio.

Mientras tanto, cuidaros, y ya sabéis, siempre estaré aquí emitiendo, Desde el otro lado.

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