jueves, 1 de abril de 2010

Descendientes de la Penumbra. Parte 1

Gabriel de Roses caminaba lento pero seguro por las calles de Madrid. Su aspecto, lejos de ser discreto, no pasaba desapercibido para nadie, a pesar de los esfuerzos de este por remediarlo. Mientras caminaba en línea recta por la calle de Alcalá, el viento mecía primorosamente la parte inferior de la levita de cuero negro, larga hasta los tobillos, y marcada en la espalda con una enorme cruz de Santiago, emblema e insignia de su familia tras casi veinticinco generaciones.
A través de sus gafas de sol, negras como la misma oscuridad, podía ver perfectamente como la luna resplandecía fulgurante y presidía el cielo nocturno de la sucia capital española.
Eran ya las tres de la madrugada, y desde el cruce con Arturo Soria, comúnmente conocido por los madrileños por La cruz de los Caidos, hasta donde se encontraba ahora él, la plaza de Quintana, aun no se había cruzado con nadie, síntoma inequívoco de la decadencia a la que se encontraba advocada la ciudad.
Decenas de neones se reflejaban en el cristal de sus gafas polarizadas, mientras su melena rubia, recogida con una goma de color negro, refulgía destellos de colores por culpa de las luces de los solitarios vehículos que subían por la estrecha avenida.
Odiaba el turno de noche, aunque a decir verdad, nunca había trabajado en otro. Su trabajo era como el de los basureros o los barrenderos, sufrido, necesario, de vital importancia, pero a su vez, poco agradecido.
Llevaba ya casi tres años en él, y la verdad era que cada vez le gustaba mas el oficio. Muy pocas personas en el mundo se ganaban la vida como él, y para ser honesto, él era el mejor en el viejo continente desempeñándolo. Era el mejor de todo el Gremio Unido Europeo.
Caminaba decidido, mientras una mano jugueteaba en el bolsillo con unas monedas de bronce, otra acariciaba con desdén la boquilla de plástico de un cigarrillo de pega. Lo estaba intentando dejar, pero le estaba costando Dios y ayuda. Había probado ya todo, parches, chicles, acupuntura, hipnotismo, regresiones...pero había sido imposible. Había tirado por la calle de en medio, y había utilizado el método mas sencillo:
dejar de comprar.
Levantó la vista, y sus ojos verdes situados tras las gafas Ray-ban, localizaron a escasos ciento diez metros, a un grupo de jóvenes acercándose a paso lento por la misma acera por la que circulaba él, en sentido contrario.
Eran cinco, tres chicas y dos chicos. Ninguno de ellos pasaba la veintena, aunque sus manos jugasen a lo contrario. Desde la distancia de noventa metros que ahora mismo les separaban, Gabriel podía discernir como los chicos, de origen sudaméricano, manoseaban a las chicas por encima de la escasa ropa que llevaban, mientras ellas les seguían el juego riéndose a caracajadas.
A escasos cincuenta metros, su agudo olfato, percibió el dulce aroma del alcohol. Si pudiese apostarse consigo mismo treinta euros, juraría que era vodka, lo que los muchachos portaban en una de sus manos libres de carne femenina.
En el trabajo de Gabriel, habían tres cosas indispensables: Manejar con soltura las distancias, percibir los aromas de todo lo que te rodea y lo mas importante, templar los nervios como el acero japonés. Por suerte para él, iba sobrado de las tres cosas.
Sin inmutarse, aun sabiendo que le separaban tan solo treinta metros del grupo de amigos, se paró en seco, cerró los ojos, y con ayuda de su pierna derecha flexionada y su espalda, apoyó su cuerpo sobre la superficie acristalada de un escaparate de ropa juvenil situado en la misma acera.
Doce metros tan solo, era lo que quedaba para que aquella orgía de feromonas se cruzara con Gabriel, mientras é seguía allí esperando, fingiendo no tener nada mejor que hacer. Fue entonces cuando algo le llamó la atención, provocando que su corazón latiera mas deprisa, siete u ocho pulsaciones por encima de lo habitual.

No hay comentarios:

Publicar un comentario